sábado, 12 de octubre de 2024

Salud mental

 



Salud mental (Día internacional de la salud mental)

El miedo a las enfermedades mentales es como un velo oscuro que cubre nuestra capacidad de comprensión. Nos asusta lo que no podemos ver, lo que no deja una marca visible, pero causa un dolor que atraviesa lo más profundo de nosotros mismos. La depresión, la ansiedad, el trastorno obsesivo-compulsivo o la bipolaridad son términos familiares, pero su verdadero peso nos resulta extraño. Es difícil comprender lo que no se percibe con los sentidos. Aquellos que no las padecemos solemos creer que estamos a salvo, como si estos trastornos fueran ajenos a nuestra vida cotidiana, pero ignorar esas luchas no hace que desaparezcan.

Nos cuesta ponernos en la situación de quienes viven con esos monstruos invisibles, porque tendemos a minimizar los síntomas sutiles. Sentimos la presión por alcanzar la perfección o el miedo al silencio como algo normal, pero muchas veces, esas sensaciones forman parte de una realidad compartida y más profunda de lo que pensamos. Lo desconocido genera rechazo y ese rechazo nos aleja de la comprensión, aunque no de la realidad. Lo que necesitamos es hacer visible lo invisible, abrir bien los ojos ante las luchas internas de aquellos que parecen llevar una vida como la nuestra, pero que enfrentan batallas que no alcanzamos a imaginar.

Durante siglos, las enfermedades mentales se han rodeado de misticismo, de una oscuridad incomprendida que les confería un aire de peligro o algo exótico. Sin embargo, detrás de esos mitos, hay personas que luchan diariamente contra un caos mental que no pueden controlar. Mientras nosotros, los mal llamados "sanos", las observamos como si fueran algo lejano, esas realidades se vuelven cada vez más cercanas. El miedo a que ese desorden mental nos alcance es, en parte, lo que nos aleja de la empatía. Pero, ¿cuántos de nosotros no hemos experimentado síntomas que ignoramos, creyendo que sólo personales y únicos?

Es revelador pensar en personas célebres que han pasado por estas luchas invisibles, como la escritora Virginia Woolf, que combatió con la depresión y la bipolaridad a lo largo de su vida, o el cantante Kurt Cobain, quien luchó contra la ansiedad y la depresión hasta su trágico final. También, actualmente, figuras públicas como el futbolista Álvaro Morata han hablado de su batalla con la ansiedad y la depresión, compartiendo el impacto que estas enfermedades tienen incluso en aquellos que parecen estar en la cima de su carrera. Además, la actriz Emma Stone ha hablado abiertamente sobre sus luchas con la ansiedad, mostrando que este tipo de problemas no nos distingue entre clases, talentos o fama. Todos somos vulnerables.

El amor y la empatía son el único camino para romper esas barreras. No podemos seguir mirando hacia otro lado. Es esencial invertir en la investigación, en desmitificar lo mental, en comprender que la mente también puede enfermar. El conocimiento es la única herramienta que puede aliviar esos miedos. Invertir en investigación y comprensión no sólo es una cuestión de salud mental, sino de humanidad. Porque, al final, todos somos vulnerables ante los laberintos de nuestra mente. Sólo con el cariño y el apoyo mutuo podremos sanar, como sociedad.

 

Julián García Gallego —Sin palabras mudas—  10-10-2024


sábado, 18 de mayo de 2024

En la sepultura de mis deseos

 


Desde la sepultura de mis deseos

Hoy me despido de ti. Sé que hemos pasado tanto tiempo juntos que se va a hacer duro no volver a vernos, pero es lo que prometí cuando me regalaste la última bofetada emocional y puse fecha de caducidad para este día. Aquella mañana, no lloré, tan solo cerré los ojos y encogí las piernas, asustado igual que un perro que busca el perdón de su amo. No entendí qué había de malo en mí, buscando la respuesta correcta para las acusaciones que gritabas desde el fondo del pasillo.

Tus reproches fueron losas que aún ponen techo a este cobarde que llevo dentro, y que continúa llorando al saber que fui tu mayor error; sin embargo, te sigo queriendo en secreto, sin decirte a la cara que este niño nunca te mirará con odio, pero sí con tristeza. Todavía espero un abrazo, ese abrazo que nunca llegó y que pululaba entre tu ira y la vergüenza de tener una descendencia no apta para tu generación.

A veces, las lágrimas quieren brotar, hacerse visibles, demostrarte que mi sangre no es menos roja que la tuya. A todo eso, desistí hace años; eran ridiculeces, pero sigo metido dentro del cascarón que me ha protegido desde que me acorralaban los insultos a la salida del instituto. Los recuerdo con miedo: se hacía el vacío y nadie salía a defenderme; un dedo me señalaba y muchas caras conocidas rehuían el enfrentamiento contra el cabecilla del aquelarre al “marica”. Entonces, corría para refugiarme en mi habitación, un lugar seguro, en el que el hombre que vivía en mi capa exterior soñaba con besar a su mejor amigo, todo en secreto, no fuera que el desviado les contagiase la enfermedad del “amor libre”.

Debajo de esta costra de heridas mal curadas, sigue latiendo un corazón debilitado por tantas batallas diarias, sonrisas y poses que no muestran el dolor que he sufrido y que pienso que jamás dejarán de supurar el líquido viscoso de una sociedad que se recubre de comprensión, cuando realmente seguimos señalados con dianas que van ocultas en las miradas, y que no se expresan por cumplir con el nuevo halo de "todos somos iguales".

En mi círculo, estoy confortable: nuestros guetos se han levantado con esfuerzo y la visibilidad del colectivo LGTBIQ+ es una realidad, aunque las cloacas siguen con el mismo olor putrefacto de siempre. Y, aunque parezca lo contrario, yo no me siento realizado, porque todavía sigo anclado en aquel pasillo de mi adolescencia, esperando que mi padre se acerque a mí y me abrace, que extienda sus brazos y me devuelva la sensación de que ese bebé primogénito, que nació para llenar su hogar de ilusiones, fue el mejor regalo que le entregó su matrimonio. Ansío, con ternura y pasión, sus besos y aquellos juegos en el parque que se interrumpieron cuando su hijo “Mario”, un servidor, giró hacia un camino que para él era el equivocado. «¡No, por Dios, un maricón no, antes la muerte!».

Es raro, pero después de tantas banderas y símbolos ondeados al viento, lo cambiaría todo porque ese “capullo”, que yace desde hace tres años en su lápida, me dijera «te quiero, hijo».

Como te decía al principio, he venido a despedirme de ti, a dejar estas rosas y a empezar a andar sin el lastre que destroza el alma. Simplemente a pasar página y a respirar sin el peso de la culpa de haber volado libre estos últimos años. Espero que esta tierra, húmeda y sabia, consiga que esa cabeza tuya reconozca que amar es lo más bello de este planeta, pues nada se le puede comparar.

¡Adiós, papá! Se despide de ti la persona que más te ha querido en este mundo.

 

Julián García Gallego —Sin palabras mudas—  


martes, 14 de mayo de 2024

Sin aliento

 Sin aliento 


(para escuchar el relato, pulsar sobre la foto)


Sin aliento" es un sentimiento narrado en voz alta, una manera de liberar esos miedos que nos envuelven y atenazan.
Es un texto original y que busca, por medio de preguntas y dudas, ese lugar en el que residen las dudas y a la vez la esperanza

jueves, 8 de febrero de 2024

Carta de un amigo…


 

Carta de un amigo…

No sé cómo despedirme. Busco palabras sencillas para que esto no sea doloroso. Sin embargo, estoy atenazado y confuso. Solo encuentro paz cuando paseo por los surcos agrietados y sedientos de las tierras que labro desde hace décadas. Cuando echo una mirada a las suelas de mis botas, tras de mí queda una estela que devuelve los mejores recuerdos que puedo tener: unas vides colmadas de racimos de uva, olivos resplandecientes, espigas doradas por el sol, matas verderonas a punto de dar la recompensa de la temporada, girasoles embobados por la bola de fuego del cielo, hileras interminables sembradas de ajos y el sabor a una labor de meses recompensada.

Mi corazón no para de latir, implorando otra oportunidad. ¿Cómo dejarte y empezar otra vida? No puedo asumirlo; pero así no puedo continuar: las deudas se han apoderado de nuestro futuro. No consigo conciliar el sueño, y ya no soy el mismo que aprendió a trabajar estos campos de la mano de mi padre y abuelos. Amo cada centímetro de estas parcelas. En mis retinas tengo grabado un álbum familiar de cada planta que sembré, de cada siega, de cada cosecha; de cada “pedriza” que devoró el grano de trigo tras las tormentas. Recuerdo las risas y carcajadas en el almuerzo, los dolores de espalda después de largas jornadas viendo salir el sol y ponerse al final de la tarde, los besos y abrazos al descubrir los primeros pasos de mis hijos entre la azada y la espuerta. Son incontables, mezcla de sudor y tristezas; simplemente una vida entera.

Hace días que me levanto solo para pasear; he descubierto que el aroma de la mañana logra tranquilizarme. Mientras camino, sigo preocupado; ya no nos alcanza para llenar la alacena, y las facturas ocupan más espacio del que mis ahorros pueden cubrir. Hoy he tenido una extraña sensación: el mismo tomate que mal vendí hace unos días ha regresado a casa para saludarme. Estaba cambiado, relucía y brillaba como una pintura al óleo. Sabía que era uno de los que cultivé en mi huerto. ¿Quién no reconoce a sus propios hijos? Menuda sorpresa, él ha renegado de mí, como si dijera: «¡Tú no eres nada mío, no te conozco! Entonces he sido capaz de percatarme, había viajado y su personalidad manipulada; un hijo pródigo que tenía un valor desorbitado: cinco veces más del que logré por criar, mimar y transportarlo.

Fue la misma impresión que tengo con todo. Trabajo hasta la extenuación, y no me quejo por ello. Soy agricultor y en mis huesos llevo este legado desde hace generaciones, pero ya no me permiten vivir de ello. Noto que la angustia es un arma demasiado afilada como para jugar con ella; me está afectando en mi forma de ser. Casi siempre estoy enfadado y, por mucho que quiero razonar, las ideas se agotan.

Al principio, quise dejar el campo, pero voy a intentarlo una vez más.

Quiero pedir perdón por los problemas que pueda causar, espero comprensión de las personas que se vean afectadas por mi decisión y cruzaré los dedos para que cuando regrese al pueblo, algo haya cambiado.

¡Voy a protestar! Sacaré mi tractor de los caminos y, con el resto de mis compañeros, intentaremos hacernos oír entre las calles de las ciudades y carreteras. Continúo enamorado de nuestros campos, porque son de todos, y quiero defenderlos de aquellos que no valoran lo importante que es la agricultura.

Pido perdón de nuevo.

 

 

Julián García Gallego (Sin palabras mudas) 07-02-2024

sábado, 23 de diciembre de 2023

Deseo de Navidad


 

Deseo de Navidad

De pequeño, buscaba con la mirada la estrella que brillaba en la copa del abeto de Navidad que había en el comedor; tenía la sensación de que si lograba subirme y acariciarla, mis deseos se harían realidad. En alguna ocasión, con la ayuda de una silla de madera o encaramado sobre la mesa, me atreví a poner en práctica aquella ilusión. Reunía valor y, con un poco de astucia para no ser descubierto en el intento, ponía en práctica la operación.

Una noche, justo la noche antes de Nochebuena, todo estaba saliendo perfecto. Sobre la mesita de centro coloqué un pequeño taburete y sobre él una cajita de acero que contenía el típico surtido de galletas de esas fechas. Las luces parpadeaban sobre mis pupilas, y aquellos destellos se multiplicaron por el infinito cuando se reflejaban sobre las bolas y adornos que pendían de las ramas de aquel enorme árbol.

En mi inocencia, sostenida por la corta edad que auspician los siete años, el robot y la pelota que había pedido en la carta ya estaban llegando a casa, rubricados por haber logrado mi reto de la estrella. Ya casi rozaba la estela en tonos dorados con la yema de los dedos, a menos de un palmo de conquistar mis anhelados regalos, mientras intentaba mantener el equilibrio imposible sobre la torre diseñada por mi imaginación, cuando vi mi caída al precipicio. El estruendo fue ensordecedor. No solo por el golpe que recibieron mis costillas y trasero contra el suelo, sino porque en mi intento infructuoso de librarme del trompazo, agarré con fuerza una de las figuritas con forma de campana; lo que produjo la debacle final: como si de la tala de un gran tronco se tratara, abeto y adornos me dejaron sepultado bajo una lluvia de lucecitas tintineantes. Magullado y dolorido, no dije ni palabra para no ser descubierto. Pero sirvió de poco. En un abrir y cerrar de ojos, estaba rodeado de mamá, papá y la mocosa de mi hermana, que se partía de risa al verme atrapado bajo una montaña de resplandecientes adornos.

Sobre mi cabeza, la estrella de Navidad se quedó enredada en mi pelo y aproveché para acariciarla antes de que me la arrebatasen para darme la merecida regañina. Sin embargo, fue lo contrario. Mientras volvíamos a poner en pie el desaguisado que había montado, sentí el verdadero espíritu de la Navidad. Entre arrumacos, bromas y villancicos dejamos todo listo para recibir la llegada del niño Jesús. Lo pasamos en grande, hasta llegué a olvidar el motivo que había originado esa noche mágica.

A la mañana siguiente, desperté convencido de que mi deseo no se iba a cumplir, que la pelota y el robot no estarían bajo las ramas del árbol. Y así fue. En su lugar, un libro y juego de construcción fueron sus sustitutos. Pero comprendí que lo sucedido la noche anterior había sido mi mejor regalo; descubrir lo que verdaderamente importaba.

La Navidad siempre me trae grandes recuerdos en familia. Aunque también tengo que reconocer que de algo sirvieron los moratones en el culete. Justo al año siguiente, un fantástico robot y un balón a franjas blancas y negras me esperaban para sorprenderme.

Después de todo, parece que estas fechas mezclan ambas cosas, ilusión y amor.

 

Felices Fiestas a todos.

 

Julián García Gallego (Sin palabras mudas)


Salud mental

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