domingo, 14 de abril de 2024

Allí, en ese lado (Tintero de oro, concurso de relatos 41ª ed. La casa de los espíritus de Isabel Allende)

 





Allí, en ese lado

Siempre sucedía de la misma manera. La sensación llegaba acariciando el aire que me rodeaba y, sin comprenderlo, el espejo del tocador se convertía en hilo conductor hacia el otro lado. Las primeras veces, pensé que yo provocaba ese estado de letargo, catapultado por la obsesión de cumplir con el ayuno intermitente, para eso que llaman belleza; pero nada más alejado de la realidad.

Todo nacía desde un punto exacto: yo sentada, con un cepillo de mango de madera, acariciando mi pelo rubio. De fondo, el reflejo de mi rostro sobre el cristal. Tras esa imagen, quedaba vinculada con alguien del más allá. Un leve mareo y después, la nada. El reloj de la mesita marcaba las desconexiones por escasos minutos; sin embargo, yo las podría describir por horas.

En ese otro lugar, un amable espectro pululaba a mi alrededor. Sentía su aura, cálida y escalofriante a partes iguales. El miedo no existía, ni siquiera la duda; me invadía una paz fuera de lo normal —reconozco que era adicta a ese narcótico estado de embriaguez sensorial—. De ahí en adelante, todo se rompía en mil pedazos. Desgarradores gritos retumbaban dentro de mi cabeza como latigazos, capaces de devorar todo a su paso.

…Salía de mi cuerpo y vagaba junto a ese espectro con silueta de mujer, de larga melena y atuendo pomposo.

            —Ven, ven conmigo. No tengas miedo, Adriana —susurraba ella sin que sus labios articulasen gesto alguno—. ¡Sígueme, aliviaré tu pesar!

            —¿Dónde estoy? ¿Qué hago aquí? Si eres La Muerte, no me lleves —respondió mi cabeza sin mediar comunicación verbal—. ¿Por qué me está sucediendo esto?

            —No te preocupes, permite que te muestre algo que pocos logran ver en vida —añadió—.

Así recuerdo la primera vez que acabé levitando a su lado.

Por algún motivo, que aún no logro comprender, accedí a sus deseos; traspasando paredes y tabiques como un ente fantasmal. Ella avanzaba por la oscuridad de la noche sin ninguna limitación física, y una masa gelatinosa y fría, la mía, viajaba a escasos metros del olor putrefacto que manaba de aquella nueva amistad.

Reconozco que aquellas travesías fueron reveladoras. De una manera extraña, visitar esa quinta dimensión hizo que la asfixiante losa que llevaba tiempo aplastando todo quedase apartada en el cajón de la cómoda, junto a la pila de antidepresivos. Tras esas primeras experiencias, dejé de ingerir aquellos venenos que me ataban a la cama. Allí, oculta y semidespierta, llevaba cerca de doce meses, huyendo de la prematura muerte de Carlota, arrebatada por un maldito error médico. Aún tengo la imagen carcomiendo mis noches, atormentando las vigilias: una jeringuilla en su frágil brazo y, un segundo después, convulsiones agónicas para intentar respirar.

Levitar y viajar se convirtieron en un placebo necesario; me permitían olvidar y dejar el odio aparcado.

Un anochecer, tras el ritual que me transportaba al otro lado, hallé las respuestas. Introduje las púas dentro del cabello y el espejo hizo el resto. Floté en la oscuridad que absorbía los colores, y los escasos tonos grises juguetearon con la luz, dando volumen a los edificios. Sobrevolamos los tejados más recónditos, y en una humilde casa de estilo provenzal, María descendió, arrastrando mi vaporoso cuerpo tras ella.

Se trataba de un lugar acogedor, envuelto en un perfume a leña y lavanda que disimulaba el pobre guiso que burbujeaba dentro de una olla oxidada, sobre la lumbre. Recostado sobre un sillón, un crío adormilado se debatía entre los escalofríos y la fiebre, ansioso por sobrevivir.  

No tardó en entrar en acción una mujer mayor; con el gesto abatido y sin cesar de dar vueltas arriba y abajo, incapaz de encontrar sosiego en ningún sitio. De vez en cuando, se acercaba al niño y lo acariciaba, aprovechando para retirar el paño caliente de su frente y refrescarlo bajo el grifo. En ese momento, sentí que ya había vivido esa misma escena. El aire se hizo denso dentro de la ingravidez de mis pulmones cuando reconocí el maletín que, a medio cerrar, dejaba entrever un estetoscopio y el diverso popurrí de material médico que albergaba. Las iniciales J.T., labradas sobre la piel de cuero, atestiguaron que mis peores temores estaban listos para cumplirse.

Se abrió la puerta del baño y un bigote, largo y estirado, hizo que mis pupilas se centrasen en su mirada. Le reconocí al instante, y solo pude sentir empatía. Ambos sufrimos, sin poder hacer nada, la pérdida de mi pequeña de siete años.

Sin mediar palabra, María Isabel, a la que había casi olvidado, se acercó sigilosamente hasta el doctor y le susurró algo al oído. Sorprendentemente, pareció recibir el mensaje. Se puso en pie y del interior del botiquín extrajo una dosis de un fármaco que inyectó con destreza en la vena más visible del paciente. Este reaccionó, y dejó de inhalar y exhalar en pocos segundos.

Noté cómo un intenso dolor atravesó mi cuerpo, arrasándome, y después redujo a cenizas el de María Isabel, que comenzó a retorcerse entre aterradoras señales de sufrimiento, liberando el alma de aquel chaval de interminables horas de tortura, absorbiendo el castigo como suyo.

Su rostro se petrificó, y quedó vagando sin rumbo durante varios segundos. Tras ellos, desperté tendida sobre la alfombra de mi alcoba, temblando.

Aquel médico y ese espíritu jugaban a ser dioses, liberando a las almas de los sufrimientos terrenales, guiándolas a otro lugar…

 

Julián García Gallego (Sin palabras mudas) - Tintero de oro 

Concurso de relatos 41ª ed. La casa de los espíritus de Isabel Allende

 

 

 

sábado, 24 de febrero de 2024

La decisión


 

La decisión

Pero ¿cómo te atreves a insinuar tal cosa? ¡Qué efímeros son tus recuerdos! ¡Mírame! No te ocultes bajo esas lágrimas; es fácil parecer débil con el sabor salado de ellas. Pero si pones en la balanza lo que tú has hecho y lo yo que hice por amor, saldrás perdiendo, tenlo por seguro.

Sé que ella fue tu error, pero ¿cuál fue el mío? ¡Explícamelo!


 

Julián García Gallego (Sin palabras mudas) 24-02-2024

jueves, 8 de febrero de 2024

Carta de un amigo…


 

Carta de un amigo…

No sé cómo despedirme. Busco palabras sencillas para que esto no sea doloroso. Sin embargo, estoy atenazado y confuso. Solo encuentro paz cuando paseo por los surcos agrietados y sedientos de las tierras que labro desde hace décadas. Cuando echo una mirada a las suelas de mis botas, tras de mí queda una estela que devuelve los mejores recuerdos que puedo tener: unas vides colmadas de racimos de uva, olivos resplandecientes, espigas doradas por el sol, matas verderonas a punto de dar la recompensa de la temporada, girasoles embobados por la bola de fuego del cielo, hileras interminables sembradas de ajos y el sabor a una labor de meses recompensada.

Mi corazón no para de latir, implorando otra oportunidad. ¿Cómo dejarte y empezar otra vida? No puedo asumirlo; pero así no puedo continuar: las deudas se han apoderado de nuestro futuro. No consigo conciliar el sueño, y ya no soy el mismo que aprendió a trabajar estos campos de la mano de mi padre y abuelos. Amo cada centímetro de estas parcelas. En mis retinas tengo grabado un álbum familiar de cada planta que sembré, de cada siega, de cada cosecha; de cada “pedriza” que devoró el grano de trigo tras las tormentas. Recuerdo las risas y carcajadas en el almuerzo, los dolores de espalda después de largas jornadas viendo salir el sol y ponerse al final de la tarde, los besos y abrazos al descubrir los primeros pasos de mis hijos entre la azada y la espuerta. Son incontables, mezcla de sudor y tristezas; simplemente una vida entera.

Hace días que me levanto solo para pasear; he descubierto que el aroma de la mañana logra tranquilizarme. Mientras camino, sigo preocupado; ya no nos alcanza para llenar la alacena, y las facturas ocupan más espacio del que mis ahorros pueden cubrir. Hoy he tenido una extraña sensación: el mismo tomate que mal vendí hace unos días ha regresado a casa para saludarme. Estaba cambiado, relucía y brillaba como una pintura al óleo. Sabía que era uno de los que cultivé en mi huerto. ¿Quién no reconoce a sus propios hijos? Menuda sorpresa, él ha renegado de mí, como si dijera: «¡Tú no eres nada mío, no te conozco! Entonces he sido capaz de percatarme, había viajado y su personalidad manipulada; un hijo pródigo que tenía un valor desorbitado: cinco veces más del que logré por criar, mimar y transportarlo.

Fue la misma impresión que tengo con todo. Trabajo hasta la extenuación, y no me quejo por ello. Soy agricultor y en mis huesos llevo este legado desde hace generaciones, pero ya no me permiten vivir de ello. Noto que la angustia es un arma demasiado afilada como para jugar con ella; me está afectando en mi forma de ser. Casi siempre estoy enfadado y, por mucho que quiero razonar, las ideas se agotan.

Al principio, quise dejar el campo, pero voy a intentarlo una vez más.

Quiero pedir perdón por los problemas que pueda causar, espero comprensión de las personas que se vean afectadas por mi decisión y cruzaré los dedos para que cuando regrese al pueblo, algo haya cambiado.

¡Voy a protestar! Sacaré mi tractor de los caminos y, con el resto de mis compañeros, intentaremos hacernos oír entre las calles de las ciudades y carreteras. Continúo enamorado de nuestros campos, porque son de todos, y quiero defenderlos de aquellos que no valoran lo importante que es la agricultura.

Pido perdón de nuevo.

 

 

Julián García Gallego (Sin palabras mudas) 07-02-2024

viernes, 12 de enero de 2024

El tintero de oro

 


MICRORRETO: LOS COLORES

 

Déjate influir por la psicología del color y escribe un texto con las siguientes características:

 -Escribe un micro de hasta 250 palabras en el que predomine un color, este puede ser el protagonista del relato o estar presente, como personaje secundario, por ejemplo, el color de un lugar o del escenario en el que se desarrollen los hechos.

 Enlace


Difuminada



Cuando miro las perchas que cuelgan en mi armario, siento rabia. Han mudado la piel al mismo ritmo que lo ha hecho mi corazón. No sé exactamente en qué momento la gama de colores se fue apagando; ahora la oscuridad es la que absorbe lo que me rodea, como si fuera un agujero negro. Despierto convencida de que, si rebusco entre las prendas, hallaré alguna que me permita volver a ser la chica alegre y decidida de hace unos meses. Una que me conceda el deseo de regresar a la entrada del instituto con la mirada asustada por la emoción de comenzar una nueva experiencia y de hacer las cosas de manera diferente.

Siempre consideré que las pinceladas que definían mi personalidad serían el sello perfecto para formar parte de una pandilla, pero el rincón más alejado del bullicio en el patio es el lugar más seguro para llorar sin lágrimas. No vaya a ser que me vean y tenga que volver a escabullirme entre los de bachillerato, protegida por su altura y corpulencia. Esto de ser novata con “sello escarlata” me está superando. ¡Cuánto daría por regresar atrás y quitar una vela de la tarta! Volver a mi clase de 6º A y a la inocencia de ser feliz.

No sé por qué le doy tantas vueltas; al final, haré lo mismo de todos los días: elegir una camiseta, preferiblemente colorida, unos pantalones vaqueros y recogerme el pelo con una goma rosa.

¡Me enfrentaré a los “fantasmas” multicolores!

 

Julián García Gallego (Sin palabras mudas) 



sábado, 23 de diciembre de 2023

Deseo de Navidad


 

Deseo de Navidad

De pequeño, buscaba con la mirada la estrella que brillaba en la copa del abeto de Navidad que había en el comedor; tenía la sensación de que si lograba subirme y acariciarla, mis deseos se harían realidad. En alguna ocasión, con la ayuda de una silla de madera o encaramado sobre la mesa, me atreví a poner en práctica aquella ilusión. Reunía valor y, con un poco de astucia para no ser descubierto en el intento, ponía en práctica la operación.

Una noche, justo la noche antes de Nochebuena, todo estaba saliendo perfecto. Sobre la mesita de centro coloqué un pequeño taburete y sobre él una cajita de acero que contenía el típico surtido de galletas de esas fechas. Las luces parpadeaban sobre mis pupilas, y aquellos destellos se multiplicaron por el infinito cuando se reflejaban sobre las bolas y adornos que pendían de las ramas de aquel enorme árbol.

En mi inocencia, sostenida por la corta edad que auspician los siete años, el robot y la pelota que había pedido en la carta ya estaban llegando a casa, rubricados por haber logrado mi reto de la estrella. Ya casi rozaba la estela en tonos dorados con la yema de los dedos, a menos de un palmo de conquistar mis anhelados regalos, mientras intentaba mantener el equilibrio imposible sobre la torre diseñada por mi imaginación, cuando vi mi caída al precipicio. El estruendo fue ensordecedor. No solo por el golpe que recibieron mis costillas y trasero contra el suelo, sino porque en mi intento infructuoso de librarme del trompazo, agarré con fuerza una de las figuritas con forma de campana; lo que produjo la debacle final: como si de la tala de un gran tronco se tratara, abeto y adornos me dejaron sepultado bajo una lluvia de lucecitas tintineantes. Magullado y dolorido, no dije ni palabra para no ser descubierto. Pero sirvió de poco. En un abrir y cerrar de ojos, estaba rodeado de mamá, papá y la mocosa de mi hermana, que se partía de risa al verme atrapado bajo una montaña de resplandecientes adornos.

Sobre mi cabeza, la estrella de Navidad se quedó enredada en mi pelo y aproveché para acariciarla antes de que me la arrebatasen para darme la merecida regañina. Sin embargo, fue lo contrario. Mientras volvíamos a poner en pie el desaguisado que había montado, sentí el verdadero espíritu de la Navidad. Entre arrumacos, bromas y villancicos dejamos todo listo para recibir la llegada del niño Jesús. Lo pasamos en grande, hasta llegué a olvidar el motivo que había originado esa noche mágica.

A la mañana siguiente, desperté convencido de que mi deseo no se iba a cumplir, que la pelota y el robot no estarían bajo las ramas del árbol. Y así fue. En su lugar, un libro y juego de construcción fueron sus sustitutos. Pero comprendí que lo sucedido la noche anterior había sido mi mejor regalo; descubrir lo que verdaderamente importaba.

La Navidad siempre me trae grandes recuerdos en familia. Aunque también tengo que reconocer que de algo sirvieron los moratones en el culete. Justo al año siguiente, un fantástico robot y un balón a franjas blancas y negras me esperaban para sorprenderme.

Después de todo, parece que estas fechas mezclan ambas cosas, ilusión y amor.

 

Felices Fiestas a todos.

 

Julián García Gallego (Sin palabras mudas)


jueves, 11 de mayo de 2023

En un lugar...



Acaricia con suavidad, hijo, esta es nuestra tierra. Tan espléndida que no podría vivir sin su aroma; sus tonos en pastel árido se apoderan del verde que surgió hace unas semanas, pero este es el ciclo natural de nuestro escenario: simple y maravilloso. 

Algunos pasan de largo sin disfrutar de algo tan mágico, y quizás yo sea el equivocado, pero prefiero deleitarme con los paisajes que recorrieron Rucio y Rocinante, pues me siento actor protagonista en esta representación. Y, por algún motivo que no llego a comprender, el sol de La Mancha es cómplice en toda la trama. Déjate llevar, permite que fluya en tu interior.

Siéntate junto a mí, quiero que respires profundo y guardes en tu memoria este momento, en el futuro te servirá. Te aseguro que yo lo hice junto a mi abuelo, y aún revolotea esa imagen para no dejar de amar este paraíso en el que vivimos.


Sin palabras mudas 11-05-2023

Allí, en ese lado (Tintero de oro, concurso de relatos 41ª ed. La casa de los espíritus de Isabel Allende)

  Allí, en ese lado Siempre sucedía de la misma manera. La sensación llegaba acariciando el aire que me rodeaba y, sin comprenderlo, el es...