Allí,
en ese lado
Siempre sucedía de la misma
manera. La sensación llegaba acariciando el aire que me rodeaba y, sin
comprenderlo, el espejo del tocador se convertía en hilo conductor hacia el otro
lado. Las primeras veces, pensé que yo provocaba ese estado de letargo,
catapultado por la obsesión de cumplir con el ayuno intermitente, para eso que
llaman belleza; pero nada más alejado de la realidad.
Todo nacía desde un punto
exacto: yo sentada, con un cepillo de mango de madera, acariciando mi pelo
rubio. De fondo, el reflejo de mi rostro sobre el cristal. Tras esa imagen, quedaba
vinculada con alguien del más allá. Un leve mareo y después, la nada. El reloj
de la mesita marcaba las desconexiones por escasos minutos; sin embargo, yo las
podría describir por horas.
En ese otro lugar, un amable
espectro pululaba a mi alrededor. Sentía su aura, cálida y escalofriante a
partes iguales. El miedo no existía, ni siquiera la duda; me invadía una paz
fuera de lo normal —reconozco que era adicta a ese narcótico estado de
embriaguez sensorial—. De ahí en adelante, todo se rompía en mil pedazos. Desgarradores
gritos retumbaban dentro de mi cabeza como latigazos, capaces de devorar todo a
su paso.
…Salía de mi cuerpo y vagaba
junto a ese espectro con silueta de mujer, de larga melena y atuendo pomposo.
—Ven, ven conmigo. No tengas miedo, Adriana —susurraba
ella sin que sus labios articulasen gesto alguno—. ¡Sígueme, aliviaré tu pesar!
—¿Dónde estoy? ¿Qué hago aquí? Si eres La Muerte, no me
lleves —respondió mi cabeza sin mediar comunicación verbal—. ¿Por qué me está
sucediendo esto?
—No te preocupes, permite que te muestre algo que pocos
logran ver en vida —añadió—.
Así recuerdo la primera vez
que acabé levitando a su lado.
Por algún motivo, que aún no
logro comprender, accedí a sus deseos; traspasando paredes y tabiques como un
ente fantasmal. Ella avanzaba por la oscuridad de la noche sin ninguna
limitación física, y una masa gelatinosa y fría, la mía, viajaba a escasos
metros del olor putrefacto que manaba de aquella nueva amistad.
Reconozco que aquellas
travesías fueron reveladoras. De una manera extraña, visitar esa quinta
dimensión hizo que la asfixiante losa que llevaba tiempo aplastando todo quedase
apartada en el cajón de la cómoda, junto a la pila de antidepresivos. Tras esas
primeras experiencias, dejé de ingerir aquellos venenos que me ataban a la
cama. Allí, oculta y semidespierta, llevaba cerca de doce meses, huyendo de la
prematura muerte de Carlota, arrebatada por un maldito error médico. Aún tengo la
imagen carcomiendo mis noches, atormentando las vigilias: una jeringuilla en su
frágil brazo y, un segundo después, convulsiones agónicas para intentar respirar.
Levitar y viajar se convirtieron
en un placebo necesario; me permitían olvidar y dejar el odio aparcado.
Un anochecer, tras el ritual
que me transportaba al otro lado, hallé las respuestas. Introduje las púas
dentro del cabello y el espejo hizo el resto. Floté en la oscuridad que
absorbía los colores, y los escasos tonos grises juguetearon con la luz, dando
volumen a los edificios. Sobrevolamos los tejados más recónditos, y en una
humilde casa de estilo provenzal, María descendió, arrastrando mi vaporoso
cuerpo tras ella.
Se trataba de un lugar
acogedor, envuelto en un perfume a leña y lavanda que disimulaba el pobre guiso
que burbujeaba dentro de una olla oxidada, sobre la lumbre. Recostado sobre un
sillón, un crío adormilado se debatía entre los escalofríos y la fiebre,
ansioso por sobrevivir.
No tardó en entrar en acción una
mujer mayor; con el gesto abatido y sin cesar de dar vueltas arriba y abajo, incapaz
de encontrar sosiego en ningún sitio. De vez en cuando, se acercaba al niño y lo
acariciaba, aprovechando para retirar el paño caliente de su frente y
refrescarlo bajo el grifo. En ese momento, sentí que ya había vivido esa misma
escena. El aire se hizo denso dentro de la ingravidez de mis pulmones cuando
reconocí el maletín que, a medio cerrar, dejaba entrever un estetoscopio y el
diverso popurrí de material médico que albergaba. Las iniciales J.T., labradas
sobre la piel de cuero, atestiguaron que mis peores temores estaban listos para
cumplirse.
Se abrió la puerta del baño y
un bigote, largo y estirado, hizo que mis pupilas se centrasen en su mirada. Le
reconocí al instante, y solo pude sentir empatía. Ambos sufrimos, sin poder
hacer nada, la pérdida de mi pequeña de siete años.
Sin mediar palabra, María
Isabel, a la que había casi olvidado, se acercó sigilosamente hasta el doctor y
le susurró algo al oído. Sorprendentemente, pareció recibir el mensaje. Se puso
en pie y del interior del botiquín extrajo una dosis de un fármaco que inyectó
con destreza en la vena más visible del paciente. Este reaccionó, y dejó de
inhalar y exhalar en pocos segundos.
Noté cómo un intenso dolor
atravesó mi cuerpo, arrasándome, y después redujo a cenizas el de María Isabel,
que comenzó a retorcerse entre aterradoras señales de sufrimiento, liberando el
alma de aquel chaval de interminables horas de tortura, absorbiendo el castigo
como suyo.
Su rostro se petrificó, y
quedó vagando sin rumbo durante varios segundos. Tras ellos, desperté tendida
sobre la alfombra de mi alcoba, temblando.
Aquel médico y ese espíritu jugaban
a ser dioses, liberando a las almas de los sufrimientos terrenales, guiándolas a
otro lugar…