Cuéntame con Julián García Gallego
SIN PALABRAS MUDAS
Un paseo por la fantasía y la imaginación, con los destellos que añade la realidad.
Menu de la imaginación
sábado, 4 de mayo de 2024
domingo, 14 de abril de 2024
Allí, en ese lado (Tintero de oro, concurso de relatos 41ª ed. La casa de los espíritus de Isabel Allende)
Allí,
en ese lado
Siempre sucedía de la misma
manera. La sensación llegaba acariciando el aire que me rodeaba y, sin
comprenderlo, el espejo del tocador se convertía en hilo conductor hacia el otro
lado. Las primeras veces, pensé que yo provocaba ese estado de letargo,
catapultado por la obsesión de cumplir con el ayuno intermitente, para eso que
llaman belleza; pero nada más alejado de la realidad.
Todo nacía desde un punto
exacto: yo sentada, con un cepillo de mango de madera, acariciando mi pelo
rubio. De fondo, el reflejo de mi rostro sobre el cristal. Tras esa imagen, quedaba
vinculada con alguien del más allá. Un leve mareo y después, la nada. El reloj
de la mesita marcaba las desconexiones por escasos minutos; sin embargo, yo las
podría describir por horas.
En ese otro lugar, un amable
espectro pululaba a mi alrededor. Sentía su aura, cálida y escalofriante a
partes iguales. El miedo no existía, ni siquiera la duda; me invadía una paz
fuera de lo normal —reconozco que era adicta a ese narcótico estado de
embriaguez sensorial—. De ahí en adelante, todo se rompía en mil pedazos. Desgarradores
gritos retumbaban dentro de mi cabeza como latigazos, capaces de devorar todo a
su paso.
…Salía de mi cuerpo y vagaba
junto a ese espectro con silueta de mujer, de larga melena y atuendo pomposo.
—Ven, ven conmigo. No tengas miedo, Adriana —susurraba
ella sin que sus labios articulasen gesto alguno—. ¡Sígueme, aliviaré tu pesar!
—¿Dónde estoy? ¿Qué hago aquí? Si eres La Muerte, no me
lleves —respondió mi cabeza sin mediar comunicación verbal—. ¿Por qué me está
sucediendo esto?
—No te preocupes, permite que te muestre algo que pocos
logran ver en vida —añadió—.
Así recuerdo la primera vez
que acabé levitando a su lado.
Por algún motivo, que aún no
logro comprender, accedí a sus deseos; traspasando paredes y tabiques como un
ente fantasmal. Ella avanzaba por la oscuridad de la noche sin ninguna
limitación física, y una masa gelatinosa y fría, la mía, viajaba a escasos
metros del olor putrefacto que manaba de aquella nueva amistad.
Reconozco que aquellas
travesías fueron reveladoras. De una manera extraña, visitar esa quinta
dimensión hizo que la asfixiante losa que llevaba tiempo aplastando todo quedase
apartada en el cajón de la cómoda, junto a la pila de antidepresivos. Tras esas
primeras experiencias, dejé de ingerir aquellos venenos que me ataban a la
cama. Allí, oculta y semidespierta, llevaba cerca de doce meses, huyendo de la
prematura muerte de Carlota, arrebatada por un maldito error médico. Aún tengo la
imagen carcomiendo mis noches, atormentando las vigilias: una jeringuilla en su
frágil brazo y, un segundo después, convulsiones agónicas para intentar respirar.
Levitar y viajar se convirtieron
en un placebo necesario; me permitían olvidar y dejar el odio aparcado.
Un anochecer, tras el ritual
que me transportaba al otro lado, hallé las respuestas. Introduje las púas
dentro del cabello y el espejo hizo el resto. Floté en la oscuridad que
absorbía los colores, y los escasos tonos grises juguetearon con la luz, dando
volumen a los edificios. Sobrevolamos los tejados más recónditos, y en una
humilde casa de estilo provenzal, María descendió, arrastrando mi vaporoso
cuerpo tras ella.
Se trataba de un lugar
acogedor, envuelto en un perfume a leña y lavanda que disimulaba el pobre guiso
que burbujeaba dentro de una olla oxidada, sobre la lumbre. Recostado sobre un
sillón, un crío adormilado se debatía entre los escalofríos y la fiebre,
ansioso por sobrevivir.
No tardó en entrar en acción una
mujer mayor; con el gesto abatido y sin cesar de dar vueltas arriba y abajo, incapaz
de encontrar sosiego en ningún sitio. De vez en cuando, se acercaba al niño y lo
acariciaba, aprovechando para retirar el paño caliente de su frente y
refrescarlo bajo el grifo. En ese momento, sentí que ya había vivido esa misma
escena. El aire se hizo denso dentro de la ingravidez de mis pulmones cuando
reconocí el maletín que, a medio cerrar, dejaba entrever un estetoscopio y el
diverso popurrí de material médico que albergaba. Las iniciales J.T., labradas
sobre la piel de cuero, atestiguaron que mis peores temores estaban listos para
cumplirse.
Se abrió la puerta del baño y
un bigote, largo y estirado, hizo que mis pupilas se centrasen en su mirada. Le
reconocí al instante, y solo pude sentir empatía. Ambos sufrimos, sin poder
hacer nada, la pérdida de mi pequeña de siete años.
Sin mediar palabra, María
Isabel, a la que había casi olvidado, se acercó sigilosamente hasta el doctor y
le susurró algo al oído. Sorprendentemente, pareció recibir el mensaje. Se puso
en pie y del interior del botiquín extrajo una dosis de un fármaco que inyectó
con destreza en la vena más visible del paciente. Este reaccionó, y dejó de
inhalar y exhalar en pocos segundos.
Noté cómo un intenso dolor
atravesó mi cuerpo, arrasándome, y después redujo a cenizas el de María Isabel,
que comenzó a retorcerse entre aterradoras señales de sufrimiento, liberando el
alma de aquel chaval de interminables horas de tortura, absorbiendo el castigo
como suyo.
Su rostro se petrificó, y
quedó vagando sin rumbo durante varios segundos. Tras ellos, desperté tendida
sobre la alfombra de mi alcoba, temblando.
Aquel médico y ese espíritu jugaban
a ser dioses, liberando a las almas de los sufrimientos terrenales, guiándolas a
otro lugar…
Concurso de relatos 41ª ed. La casa de los espíritus de Isabel Allende
sábado, 24 de febrero de 2024
La decisión
Pero ¿cómo te atreves a insinuar tal cosa? ¡Qué efímeros son
tus recuerdos! ¡Mírame! No te ocultes bajo esas lágrimas; es fácil parecer
débil con el sabor salado de ellas. Pero si pones en la balanza lo que tú has
hecho y lo yo que hice por amor, saldrás perdiendo, tenlo por seguro.
Sé que ella fue tu error, pero ¿cuál fue el mío?
¡Explícamelo!
Julián García Gallego (Sin palabras mudas) 24-02-2024
jueves, 8 de febrero de 2024
Carta de un amigo…
Carta de un amigo…
No sé cómo despedirme. Busco
palabras sencillas para que esto no sea doloroso. Sin embargo, estoy atenazado
y confuso. Solo encuentro paz cuando paseo por los surcos agrietados y
sedientos de las tierras que labro desde hace décadas. Cuando echo una mirada a
las suelas de mis botas, tras de mí queda una estela que devuelve los mejores
recuerdos que puedo tener: unas vides colmadas de racimos de uva, olivos
resplandecientes, espigas doradas por el sol, matas verderonas a punto de dar
la recompensa de la temporada, girasoles embobados por la bola de fuego del
cielo, hileras interminables sembradas de ajos y el sabor a una labor de meses
recompensada.
Mi corazón no para de latir, implorando
otra oportunidad. ¿Cómo dejarte y empezar otra vida? No puedo asumirlo; pero
así no puedo continuar: las deudas se han apoderado de nuestro futuro. No consigo
conciliar el sueño, y ya no soy el mismo que aprendió a trabajar estos campos
de la mano de mi padre y abuelos. Amo cada centímetro de estas parcelas. En mis
retinas tengo grabado un álbum familiar de cada planta que sembré, de cada
siega, de cada cosecha; de cada “pedriza” que devoró el grano de trigo tras las
tormentas. Recuerdo las risas y carcajadas en el almuerzo, los dolores de
espalda después de largas jornadas viendo salir el sol y ponerse al final de la
tarde, los besos y abrazos al descubrir los primeros pasos de mis hijos entre
la azada y la espuerta. Son incontables, mezcla de sudor y tristezas;
simplemente una vida entera.
Hace días que me levanto solo
para pasear; he descubierto que el aroma de la mañana logra tranquilizarme.
Mientras camino, sigo preocupado; ya no nos alcanza para llenar la alacena, y
las facturas ocupan más espacio del que mis ahorros pueden cubrir. Hoy he
tenido una extraña sensación: el mismo tomate que mal vendí hace unos días ha
regresado a casa para saludarme. Estaba cambiado, relucía y brillaba como una
pintura al óleo. Sabía que era uno de los que cultivé en mi huerto. ¿Quién no
reconoce a sus propios hijos? Menuda sorpresa, él ha renegado de mí, como si
dijera: «¡Tú no eres nada mío, no te conozco! Entonces he sido capaz de
percatarme, había viajado y su personalidad manipulada; un hijo pródigo que
tenía un valor desorbitado: cinco veces más del que logré por criar, mimar y
transportarlo.
Fue la misma impresión que
tengo con todo. Trabajo hasta la extenuación, y no me quejo por ello. Soy
agricultor y en mis huesos llevo este legado desde hace generaciones, pero ya
no me permiten vivir de ello. Noto que la angustia es un arma demasiado afilada
como para jugar con ella; me está afectando en mi forma de ser. Casi siempre
estoy enfadado y, por mucho que quiero razonar, las ideas se agotan.
Al principio, quise dejar el
campo, pero voy a intentarlo una vez más.
Quiero pedir perdón por los
problemas que pueda causar, espero comprensión de las personas que se vean
afectadas por mi decisión y cruzaré los dedos para que cuando regrese al pueblo,
algo haya cambiado.
¡Voy a protestar! Sacaré mi
tractor de los caminos y, con el resto de mis compañeros, intentaremos hacernos
oír entre las calles de las ciudades y carreteras. Continúo enamorado de
nuestros campos, porque son de todos, y quiero defenderlos de aquellos que no
valoran lo importante que es la agricultura.
Pido perdón de nuevo.
Julián García Gallego (Sin palabras mudas) 07-02-2024
viernes, 12 de enero de 2024
El tintero de oro
MICRORRETO: LOS COLORES
Déjate influir por la psicología del color y escribe un
texto con las siguientes características:
Difuminada
Cuando miro las
perchas que cuelgan en mi armario, siento rabia. Han mudado la piel al mismo
ritmo que lo ha hecho mi corazón. No sé exactamente en qué momento la gama de
colores se fue apagando; ahora la oscuridad es la que absorbe lo que me rodea,
como si fuera un agujero negro. Despierto convencida de que, si rebusco entre
las prendas, hallaré alguna que me permita volver a ser la chica alegre y
decidida de hace unos meses. Una que me conceda el deseo de regresar a la
entrada del instituto con la mirada asustada por la emoción de comenzar una
nueva experiencia y de hacer las cosas de manera diferente.
Siempre
consideré que las pinceladas que definían mi personalidad serían el sello
perfecto para formar parte de una pandilla, pero el rincón más alejado del
bullicio en el patio es el lugar más seguro para llorar sin lágrimas. No vaya a
ser que me vean y tenga que volver a escabullirme entre los de bachillerato,
protegida por su altura y corpulencia. Esto de ser novata con “sello escarlata”
me está superando. ¡Cuánto daría por regresar atrás y quitar una vela de la
tarta! Volver a mi clase de 6º A y a la inocencia de ser feliz.
No sé por qué le
doy tantas vueltas; al final, haré lo mismo de todos los días: elegir una
camiseta, preferiblemente colorida, unos pantalones vaqueros y recogerme el
pelo con una goma rosa.
¡Me
enfrentaré a los “fantasmas” multicolores!
Julián García
Gallego (Sin palabras mudas)
sábado, 23 de diciembre de 2023
Deseo de Navidad
Deseo
de Navidad
De pequeño, buscaba con
la mirada la estrella que brillaba en la copa del abeto de Navidad que había en
el comedor; tenía la sensación de que si lograba subirme y acariciarla, mis
deseos se harían realidad. En alguna ocasión, con la ayuda de una silla de
madera o encaramado sobre la mesa, me atreví a poner en práctica aquella
ilusión. Reunía valor y, con un poco de astucia para no ser descubierto en el
intento, ponía en práctica la operación.
Una noche, justo la noche
antes de Nochebuena, todo estaba saliendo perfecto. Sobre la mesita de centro
coloqué un pequeño taburete y sobre él una cajita de acero que contenía el
típico surtido de galletas de esas fechas. Las luces parpadeaban sobre mis pupilas,
y aquellos destellos se multiplicaron por el infinito cuando se reflejaban
sobre las bolas y adornos que pendían de las ramas de aquel enorme árbol.
En mi inocencia,
sostenida por la corta edad que auspician los siete años, el robot y la pelota
que había pedido en la carta ya estaban llegando a casa, rubricados por haber
logrado mi reto de la estrella. Ya casi rozaba la estela en tonos dorados con
la yema de los dedos, a menos de un palmo de conquistar mis anhelados regalos,
mientras intentaba mantener el equilibrio imposible sobre la torre diseñada por
mi imaginación, cuando vi mi caída al precipicio. El estruendo fue
ensordecedor. No solo por el golpe que recibieron mis costillas y trasero
contra el suelo, sino porque en mi intento infructuoso de librarme del
trompazo, agarré con fuerza una de las figuritas con forma de campana; lo que
produjo la debacle final: como si de la tala de un gran tronco se tratara,
abeto y adornos me dejaron sepultado bajo una lluvia de lucecitas tintineantes.
Magullado y dolorido, no dije ni palabra para no ser descubierto. Pero sirvió
de poco. En un abrir y cerrar de ojos, estaba rodeado de mamá, papá y la mocosa
de mi hermana, que se partía de risa al verme atrapado bajo una montaña de
resplandecientes adornos.
Sobre mi cabeza, la
estrella de Navidad se quedó enredada en mi pelo y aproveché para acariciarla
antes de que me la arrebatasen para darme la merecida regañina. Sin embargo,
fue lo contrario. Mientras volvíamos a poner en pie el desaguisado que había montado,
sentí el verdadero espíritu de la Navidad. Entre arrumacos, bromas y
villancicos dejamos todo listo para recibir la llegada del niño Jesús. Lo
pasamos en grande, hasta llegué a olvidar el motivo que había originado esa
noche mágica.
A la mañana siguiente,
desperté convencido de que mi deseo no se iba a cumplir, que la pelota y el
robot no estarían bajo las ramas del árbol. Y así fue. En su lugar, un libro y
juego de construcción fueron sus sustitutos. Pero comprendí que lo sucedido la
noche anterior había sido mi mejor regalo; descubrir lo que verdaderamente
importaba.
La Navidad siempre me
trae grandes recuerdos en familia. Aunque también tengo que reconocer que de
algo sirvieron los moratones en el culete. Justo al año siguiente, un fantástico
robot y un balón a franjas blancas y negras me esperaban para sorprenderme.
Después de todo, parece
que estas fechas mezclan ambas cosas, ilusión y amor.
Felices Fiestas a
todos.
Julián García
Gallego (Sin palabras mudas)
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