Hola,
chicos y chicas, esta historia que os voy a contar me sucedió hace ya algunos
años, pero parece que fue ayer. Para los que no sepáis quién soy, mi nombre es
Daniel, y gran parte de mi infancia la he pasado entre las calles más divertidas
del mundo, en el pueblo de mis padres. Allí me han sucedido tantas cosas que
sin ellas mi vida no tendría tantos recuerdos geniales. Algunas son tan reales
que parece que sucedieron de verdad, y otras son solo la mezcla de mi
imaginación jugando sin control. Bueno, a lo que iba:
Érase
una vez en el Lugar…
Estaba
agobiado, y podría decir que hasta un poco aturdido ante las cosas que estaban
sucediendo en el pueblo. La tristeza se había apoderado de las calles. Hasta
los típicos chascarrillos de los lugareños en las esquinas habían enmudecido.
La gente transitaba por las aceras sin la alegría típica que siempre nos
caracterizó. Hasta yo, un chaval de nueve años me había dado cuenta; y eso que
una de mis virtudes era la de estar atontolinado, gran parte del tiempo.
Solo pensaba en correr, saltar y estrujar el tiempo a base de jugar.
Aquel
extraño sentimiento flotaba en el aire, y se podía notar cómo tenía la
capacidad de ir extendiéndose. Crecía como la humedad, que pudre todo lo que
toca. Si tengo que ser sincero, los primeros días no le hice demasiado caso, y
evité que los malos rollos, que algunas veces tenían los mayores, me afectasen.
Para desconectar de lo que sucedía, tenía a mi alcance a una de las mejores
pandillas de amigos; con ellos la diversión estaba asegurada.
Pero
una mañana todo cambió. Al sentarme en la mesa para desayunar, mi abuelo
permaneció mudo; ni una sola palabra salió de sus labios. Con la cabeza
agachada y con las lágrimas a punto de derramarse, no se percató de mi
presencia. Fui como un fantasma para él. Transparente. «¡La cosa se estaba
poniendo fea!» Jamás en la vida, mi abuelo me había ignorado. —El corazón se me
paralizó—.
Durante
el resto de la mañana, solo me dediqué a conseguir información. Mis oídos se
volvieron antenas parabólicas, a la caza de conversaciones que me desvelasen el
secreto que tenía a todos tan tristes, tan cambiados. Me acercaba a los
corrillos como si fuese un leopardo, ronroneando como un gato, y me enteraba de
todas las conversaciones. —Sé que aquello no estuvo bien, pero siempre había
escuchado que: «el fin justificaba los medios»—. Después de varios intentos, no
logré nada, solo pequeñas quejas de unos y de otros, que no me desvelaron el
problema. Entonces, decidí reunir a los chicos; pensando que con su ayuda sería
más fácil. Nos dispersamos por todos los rincones, como si fuésemos un batallón
de espías; con la única condición de regresar y contarnos lo que habíamos podido
descubrir. Del Coso a la báscula, desde el parque hasta las antiguas escuelas,
desde la cuesta del Pepito hasta el antiguo depósito, del cuartelillo hasta la cooperativa…;
no hubo lugar al que nuestras bicicletas no llegasen en busca de alguna pista.
Pasadas
unas horas… Allí estábamos casi todos, en el lugar acordado, a la sombra de La Iglesia
de nuestra señora de la Asunción, y con cara de no haber logrado nada. ¡Y así
era! Solo nos quedaba la esperanza de que el último rezagado trajese consigo la
solución al dilema al que nos enfrentábamos. Esperamos unos cincuenta minutos
hasta que llegó Paquito, nuestra última paloma mensajera. Cuando llegó parecía
un perro mojado; sudoroso y agotado de tanto correr. No tardó ni un suspiro en
hablar y relatarnos todo lo que sabía.
—¡Chicos!,
la cosa está muy fea. Todos desconfían de todos. ¡Alguien en el pueblo se está
dedicando a llevarse la Felicidad! Cada vez queda menos. Hay vecinos a los que ya
no les queda nada. ¡Ya, ni sonríen!
—¿Has
perdido un tornillo, Paco? —le preguntamos, todos a la vez—Eso no tiene sentido.
¿Te estás escuchando? ¿Dónde has oído tal cosa?
—¡Es
cierto! Se lo estaba contando el párroco al alcalde, y parecían muy
preocupados. Todo es muy extraño, nadie sabe cómo sucede, pero es así.
Nos
miramos todos, y nos echamos a reír. Pero, al final nos convenció con sus
explicaciones; su cara reflejaba que estaba sucediendo de verdad. —Pensé que era
extraño: ¿¡cómo iba la Felicidad a desaparecer, y mucho menos la iban a robar!?.
Ese sentimiento no se guarda en los cajones, ni siquiera en las cajas fuertes—.
Paseando por las calles, todo se terminó de confirmar. Los rostros y gestos
mostraban lo que nos había contado Paco. ¡Todo era verdad, y de la buena! Lo
peor fue ver que la gente dejaba de hablarse, sumidos en sus pensamientos.
Nos
reunimos de nuevo para intentar hallar el motivo. Hablamos con tanta gente que
teníamos la cabeza hecha un lío. Eran historias muy diferentes. Lo que
demostraba que la felicidad era también distinta para cada uno de ellos. Para
unos era esperanza, para otros amor, para algunos tranquilidad, y así un sinfín
de maneras de vivirla.
En
esas andábamos cuando llegó Carmen, tan dispuesta y aguerrida como siempre; como
si fuese un torbellino. Se puso los brazos en jarra y nos preguntó: «¿qué es lo
que ocurre aquí, la gente parece ajos de destrío?». Intentamos darle todas las
explicaciones que habíamos sido capaces de reunir. Cuando finalizamos, se quedó
mirándonos con los ojos enramados en lágrimas, pero no de tristeza, todo lo
contrario. Soltó una carcajada que retumbó desde la Ermita de San Julián hasta el
Santo Sepulcro. Nosotros nos quedamos petrificados. Y nos dio la explicación a
todo ese desbarajuste.
«¡Aique!
Toda la culpa la tiene el alcalde y sus tontás. Al mancebo le ha dado
por hacernos bien hablaos y ha prohibido nuestras expresiones de toda la
vida. Y ha liado una buena. Tiene a todos descontrolados y preocupaos.
Así
reza el bando del ayuntamiento:
Vecinos
y convecinas, desde hoy todos los habitantes de esta villa deben cumplir estas
ordenanzas…:
Los
“hermosones” y “hermosonas” deben ser chicos o chicas.
Nuestro
“te paique” es un: te parece, sin nada más. Intentad vocalizar todo lo
posible.
Una
“mieja” es: un poco.
“Mismico”:
no existe.
“Embrolláu”…
Por
favor, no inventéis palabrejas raras. “Mugrerío” es suciedad. ¡Hablad
bien, leches!
Y
así sigue la montoná de locuras que se le han ocurrido al iluminado del
hijo de la Paqui Ya os digo yo que esto de ser el inquilino de la casa
consistorial se le ha subido a la azotea y le ha dao una insolación. Tanto
poderío le ha dejado la cabeza igual que un guesón, aterroná»
Por
cada callejuela que íbamos pasando, la señora Felicidad regresaba rauda y veloz
a los corazones de nuestros vecinos; que recuperaban el color.
Acabamos
“arriñonaos” del to, pero devolvimos la esencia a el Lugar.
Moraleja:
somos lo que somos gracias a nuestras raíces. Sé que parece extraño y que lo
que a algunos les enfada, a mí me llena de satisfacción. Pues caminar por
cualquier sitio, lejos de Las Pedroñeras, y que llegue hasta mis oídos una de
nuestras expresiones, hace que se me encienda una bombilla y me sienta parte de
algo más grande.
…y
colorín colorado esta historia se ha “acabao”.
JYDC (Sin palabras mudas)
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