domingo, 25 de septiembre de 2022

El lugar es el Lugar

 



Hola, chicos y chicas, esta historia que os voy a contar me sucedió hace ya algunos años, pero parece que fue ayer. Para los que no sepáis quién soy, mi nombre es Daniel, y gran parte de mi infancia la he pasado entre las calles más divertidas del mundo, en el pueblo de mis padres. Allí me han sucedido tantas cosas que sin ellas mi vida no tendría tantos recuerdos geniales. Algunas son tan reales que parece que sucedieron de verdad, y otras son solo la mezcla de mi imaginación jugando sin control. Bueno, a lo que iba:

 

Érase una vez en el Lugar…

Estaba agobiado, y podría decir que hasta un poco aturdido ante las cosas que estaban sucediendo en el pueblo. La tristeza se había apoderado de las calles. Hasta los típicos chascarrillos de los lugareños en las esquinas habían enmudecido. La gente transitaba por las aceras sin la alegría típica que siempre nos caracterizó. Hasta yo, un chaval de nueve años me había dado cuenta; y eso que una de mis virtudes era la de estar atontolinado, gran parte del tiempo. Solo pensaba en correr, saltar y estrujar el tiempo a base de jugar.

Aquel extraño sentimiento flotaba en el aire, y se podía notar cómo tenía la capacidad de ir extendiéndose. Crecía como la humedad, que pudre todo lo que toca. Si tengo que ser sincero, los primeros días no le hice demasiado caso, y evité que los malos rollos, que algunas veces tenían los mayores, me afectasen. Para desconectar de lo que sucedía, tenía a mi alcance a una de las mejores pandillas de amigos; con ellos la diversión estaba asegurada.

Pero una mañana todo cambió. Al sentarme en la mesa para desayunar, mi abuelo permaneció mudo; ni una sola palabra salió de sus labios. Con la cabeza agachada y con las lágrimas a punto de derramarse, no se percató de mi presencia. Fui como un fantasma para él. Transparente. «¡La cosa se estaba poniendo fea!» Jamás en la vida, mi abuelo me había ignorado. —El corazón se me paralizó—.

Durante el resto de la mañana, solo me dediqué a conseguir información. Mis oídos se volvieron antenas parabólicas, a la caza de conversaciones que me desvelasen el secreto que tenía a todos tan tristes, tan cambiados. Me acercaba a los corrillos como si fuese un leopardo, ronroneando como un gato, y me enteraba de todas las conversaciones. —Sé que aquello no estuvo bien, pero siempre había escuchado que: «el fin justificaba los medios»—. Después de varios intentos, no logré nada, solo pequeñas quejas de unos y de otros, que no me desvelaron el problema. Entonces, decidí reunir a los chicos; pensando que con su ayuda sería más fácil. Nos dispersamos por todos los rincones, como si fuésemos un batallón de espías; con la única condición de regresar y contarnos lo que habíamos podido descubrir. Del Coso a la báscula, desde el parque hasta las antiguas escuelas, desde la cuesta del Pepito hasta el antiguo depósito, del cuartelillo hasta la cooperativa…; no hubo lugar al que nuestras bicicletas no llegasen en busca de alguna pista.

Pasadas unas horas… Allí estábamos casi todos, en el lugar acordado, a la sombra de La Iglesia de nuestra señora de la Asunción, y con cara de no haber logrado nada. ¡Y así era! Solo nos quedaba la esperanza de que el último rezagado trajese consigo la solución al dilema al que nos enfrentábamos. Esperamos unos cincuenta minutos hasta que llegó Paquito, nuestra última paloma mensajera. Cuando llegó parecía un perro mojado; sudoroso y agotado de tanto correr. No tardó ni un suspiro en hablar y relatarnos todo lo que sabía.

—¡Chicos!, la cosa está muy fea. Todos desconfían de todos. ¡Alguien en el pueblo se está dedicando a llevarse la Felicidad! Cada vez queda menos. Hay vecinos a los que ya no les queda nada. ¡Ya, ni sonríen!

—¿Has perdido un tornillo, Paco? —le preguntamos, todos a la vez—Eso no tiene sentido. ¿Te estás escuchando? ¿Dónde has oído tal cosa?

—¡Es cierto! Se lo estaba contando el párroco al alcalde, y parecían muy preocupados. Todo es muy extraño, nadie sabe cómo sucede, pero es así.

Nos miramos todos, y nos echamos a reír. Pero, al final nos convenció con sus explicaciones; su cara reflejaba que estaba sucediendo de verdad. —Pensé que era extraño: ¿¡cómo iba la Felicidad a desaparecer, y mucho menos la iban a robar!?. Ese sentimiento no se guarda en los cajones, ni siquiera en las cajas fuertes—. Paseando por las calles, todo se terminó de confirmar. Los rostros y gestos mostraban lo que nos había contado Paco. ¡Todo era verdad, y de la buena! Lo peor fue ver que la gente dejaba de hablarse, sumidos en sus pensamientos.

Nos reunimos de nuevo para intentar hallar el motivo. Hablamos con tanta gente que teníamos la cabeza hecha un lío. Eran historias muy diferentes. Lo que demostraba que la felicidad era también distinta para cada uno de ellos. Para unos era esperanza, para otros amor, para algunos tranquilidad, y así un sinfín de maneras de vivirla.

En esas andábamos cuando llegó Carmen, tan dispuesta y aguerrida como siempre; como si fuese un torbellino. Se puso los brazos en jarra y nos preguntó: «¿qué es lo que ocurre aquí, la gente parece ajos de destrío?». Intentamos darle todas las explicaciones que habíamos sido capaces de reunir. Cuando finalizamos, se quedó mirándonos con los ojos enramados en lágrimas, pero no de tristeza, todo lo contrario. Soltó una carcajada que retumbó desde la Ermita de San Julián hasta el Santo Sepulcro. Nosotros nos quedamos petrificados. Y nos dio la explicación a todo ese desbarajuste.

«¡Aique! Toda la culpa la tiene el alcalde y sus tontás. Al mancebo le ha dado por hacernos bien hablaos y ha prohibido nuestras expresiones de toda la vida. Y ha liado una buena. Tiene a todos descontrolados y preocupaos.

Así reza el bando del ayuntamiento:

Vecinos y convecinas, desde hoy todos los habitantes de esta villa deben cumplir estas ordenanzas…:

Los “hermosones” y “hermosonas” deben ser chicos o chicas.

Nuestro “te paique” es un: te parece, sin nada más. Intentad vocalizar todo lo posible.

Una “mieja” es: un poco.

Mismico”: no existe.

Embrolláu”…

Por favor, no inventéis palabrejas raras. “Mugrerío” es suciedad. ¡Hablad bien, leches!

Y así sigue la montoná de locuras que se le han ocurrido al iluminado del hijo de la Paqui Ya os digo yo que esto de ser el inquilino de la casa consistorial se le ha subido a la azotea y le ha dao una insolación. Tanto poderío le ha dejado la cabeza igual que un guesón, aterroná»


Después de contarnos algunas cosas que prohibía el señor alcalde, nos pusimos manos a la obra. Eso no se iba a quedar así, por lo que corrimos como galgos por todas las calles, vociferando nuestro dialecto. Destrozando, con cada palabreja, el Diccionario de la Real Academia de la Lengua; reivindicándonos a los cuatro vientos. No tardó en correrse la voz, y desde la puerta de la Chorrila hasta ancá la Justi se extendió la noticia. Pasó veloz por el despacho de pan de la Plácida y bajó descontrolada por la calle Montejano, sin detenerse en Ota, ni para tomar un refrigerio. En el convento retumbaron unas cuantas palabrejas de las nuestras, llenas de la esencia que nos define fuera del Lugar: «aiqué, el señor alcalde que no dice tontás na más. Se piensa que nos va a poner finos ahora, ni que se hubiese achicharraó al soletón»

Por cada callejuela que íbamos pasando, la señora Felicidad regresaba rauda y veloz a los corazones de nuestros vecinos; que recuperaban el color.

 

Acabamos “arriñonaos” del to, pero devolvimos la esencia a el Lugar.

 

  

Moraleja: somos lo que somos gracias a nuestras raíces. Sé que parece extraño y que lo que a algunos les enfada, a mí me llena de satisfacción. Pues caminar por cualquier sitio, lejos de Las Pedroñeras, y que llegue hasta mis oídos una de nuestras expresiones, hace que se me encienda una bombilla y me sienta parte de algo más grande.

…y colorín colorado esta historia se ha “acabao”.

 

 

JYDC (Sin palabras mudas)  

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