Carta de un amigo…
No sé cómo despedirme. Busco
palabras sencillas para que esto no sea doloroso. Sin embargo, estoy atenazado
y confuso. Solo encuentro paz cuando paseo por los surcos agrietados y
sedientos de las tierras que labro desde hace décadas. Cuando echo una mirada a
las suelas de mis botas, tras de mí queda una estela que devuelve los mejores
recuerdos que puedo tener: unas vides colmadas de racimos de uva, olivos
resplandecientes, espigas doradas por el sol, matas verderonas a punto de dar
la recompensa de la temporada, girasoles embobados por la bola de fuego del
cielo, hileras interminables sembradas de ajos y el sabor a una labor de meses
recompensada.
Mi corazón no para de latir, implorando
otra oportunidad. ¿Cómo dejarte y empezar otra vida? No puedo asumirlo; pero
así no puedo continuar: las deudas se han apoderado de nuestro futuro. No consigo
conciliar el sueño, y ya no soy el mismo que aprendió a trabajar estos campos
de la mano de mi padre y abuelos. Amo cada centímetro de estas parcelas. En mis
retinas tengo grabado un álbum familiar de cada planta que sembré, de cada
siega, de cada cosecha; de cada “pedriza” que devoró el grano de trigo tras las
tormentas. Recuerdo las risas y carcajadas en el almuerzo, los dolores de
espalda después de largas jornadas viendo salir el sol y ponerse al final de la
tarde, los besos y abrazos al descubrir los primeros pasos de mis hijos entre
la azada y la espuerta. Son incontables, mezcla de sudor y tristezas;
simplemente una vida entera.
Hace días que me levanto solo
para pasear; he descubierto que el aroma de la mañana logra tranquilizarme.
Mientras camino, sigo preocupado; ya no nos alcanza para llenar la alacena, y
las facturas ocupan más espacio del que mis ahorros pueden cubrir. Hoy he
tenido una extraña sensación: el mismo tomate que mal vendí hace unos días ha
regresado a casa para saludarme. Estaba cambiado, relucía y brillaba como una
pintura al óleo. Sabía que era uno de los que cultivé en mi huerto. ¿Quién no
reconoce a sus propios hijos? Menuda sorpresa, él ha renegado de mí, como si
dijera: «¡Tú no eres nada mío, no te conozco! Entonces he sido capaz de
percatarme, había viajado y su personalidad manipulada; un hijo pródigo que
tenía un valor desorbitado: cinco veces más del que logré por criar, mimar y
transportarlo.
Fue la misma impresión que
tengo con todo. Trabajo hasta la extenuación, y no me quejo por ello. Soy
agricultor y en mis huesos llevo este legado desde hace generaciones, pero ya
no me permiten vivir de ello. Noto que la angustia es un arma demasiado afilada
como para jugar con ella; me está afectando en mi forma de ser. Casi siempre
estoy enfadado y, por mucho que quiero razonar, las ideas se agotan.
Al principio, quise dejar el
campo, pero voy a intentarlo una vez más.
Quiero pedir perdón por los
problemas que pueda causar, espero comprensión de las personas que se vean
afectadas por mi decisión y cruzaré los dedos para que cuando regrese al pueblo,
algo haya cambiado.
¡Voy a protestar! Sacaré mi
tractor de los caminos y, con el resto de mis compañeros, intentaremos hacernos
oír entre las calles de las ciudades y carreteras. Continúo enamorado de
nuestros campos, porque son de todos, y quiero defenderlos de aquellos que no
valoran lo importante que es la agricultura.
Pido perdón de nuevo.
Julián García Gallego (Sin palabras mudas) 07-02-2024
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