Deseo
de Navidad
De pequeño, buscaba con
la mirada la estrella que brillaba en la copa del abeto de Navidad que había en
el comedor; tenía la sensación de que si lograba subirme y acariciarla, mis
deseos se harían realidad. En alguna ocasión, con la ayuda de una silla de
madera o encaramado sobre la mesa, me atreví a poner en práctica aquella
ilusión. Reunía valor y, con un poco de astucia para no ser descubierto en el
intento, ponía en práctica la operación.
Una noche, justo la noche
antes de Nochebuena, todo estaba saliendo perfecto. Sobre la mesita de centro
coloqué un pequeño taburete y sobre él una cajita de acero que contenía el
típico surtido de galletas de esas fechas. Las luces parpadeaban sobre mis pupilas,
y aquellos destellos se multiplicaron por el infinito cuando se reflejaban
sobre las bolas y adornos que pendían de las ramas de aquel enorme árbol.
En mi inocencia,
sostenida por la corta edad que auspician los siete años, el robot y la pelota
que había pedido en la carta ya estaban llegando a casa, rubricados por haber
logrado mi reto de la estrella. Ya casi rozaba la estela en tonos dorados con
la yema de los dedos, a menos de un palmo de conquistar mis anhelados regalos,
mientras intentaba mantener el equilibrio imposible sobre la torre diseñada por
mi imaginación, cuando vi mi caída al precipicio. El estruendo fue
ensordecedor. No solo por el golpe que recibieron mis costillas y trasero
contra el suelo, sino porque en mi intento infructuoso de librarme del
trompazo, agarré con fuerza una de las figuritas con forma de campana; lo que
produjo la debacle final: como si de la tala de un gran tronco se tratara,
abeto y adornos me dejaron sepultado bajo una lluvia de lucecitas tintineantes.
Magullado y dolorido, no dije ni palabra para no ser descubierto. Pero sirvió
de poco. En un abrir y cerrar de ojos, estaba rodeado de mamá, papá y la mocosa
de mi hermana, que se partía de risa al verme atrapado bajo una montaña de
resplandecientes adornos.
Sobre mi cabeza, la
estrella de Navidad se quedó enredada en mi pelo y aproveché para acariciarla
antes de que me la arrebatasen para darme la merecida regañina. Sin embargo,
fue lo contrario. Mientras volvíamos a poner en pie el desaguisado que había montado,
sentí el verdadero espíritu de la Navidad. Entre arrumacos, bromas y
villancicos dejamos todo listo para recibir la llegada del niño Jesús. Lo
pasamos en grande, hasta llegué a olvidar el motivo que había originado esa
noche mágica.
A la mañana siguiente,
desperté convencido de que mi deseo no se iba a cumplir, que la pelota y el
robot no estarían bajo las ramas del árbol. Y así fue. En su lugar, un libro y
juego de construcción fueron sus sustitutos. Pero comprendí que lo sucedido la
noche anterior había sido mi mejor regalo; descubrir lo que verdaderamente
importaba.
La Navidad siempre me
trae grandes recuerdos en familia. Aunque también tengo que reconocer que de
algo sirvieron los moratones en el culete. Justo al año siguiente, un fantástico
robot y un balón a franjas blancas y negras me esperaban para sorprenderme.
Después de todo, parece
que estas fechas mezclan ambas cosas, ilusión y amor.
Felices Fiestas a
todos.
Julián García
Gallego (Sin palabras mudas)
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