viernes, 4 de febrero de 2022

Hay cosas que nunca se olvidan



Despertó en la cabina de su avioneta, acompañado de un dolor de cabeza morrocotudo. Le costó abrir los parpados por completo, pues la sensación de mareo era más intensa cuando las partículas de luz se aglutinaban sobre su retina. Se incorporó muy poco a poco. —Los años no eran unos grandes aliados para esos menesteres, bastante era con mantenerse erguido—. A duras penas se dejó caer hasta tierra firme. Echó de reojo un vistazo al estado de su compañera de vuelo, que no parecía muy maltrecha para el reto al que se había enfrentado. Se inclinó hacia adelante y rozó con sus labios el suelo, que aún olía a combustible y goma quemada. Suspiró, exhalando un buen puñado de aire y profirió un amasijo de palabras malsonantes, que fueron un alivio.

     ¡Maldita sea!, ¡¿en qué lío me he metido?! — dijo nuestro protagonista, entre refunfuños y gruñidos—. No tengo edad para esto.

     ¡Venga, abuelo!, si lo has hecho genial. Nadie es tan valiente como nosotros. —dijo una vocecita desde el interior—. Tú lo has logrado.

     Sí, ¿estás segura de eso? Me voy a llevar una regañina de tres pares de narices. En cuanto tu madre sepa en el lío que te he metido, tengo las horas contadas.

     ¡Pues claro, abuelo!, eres un héroe — repitió la niña, con los ojos adornados con lágrimas y el rostro lleno de emoción, orgullosa de él—.

     Bueno, cariño. Vamos tirando para casa, que ya va siendo hora.

 

La pequeña cogió de la mano a Tomás, apretándola con dulzura, y comenzaron a caminar. A sus espaldas se podía observar cómo se precipitaba la noche, oscureciendo y bajando la intensidad de luz que llegaba hasta ellos. Era la luz perfecta para remarcar ambas siluetas, como si de una postal de recuerdo inmortalizase el momento.

El semblante del abuelo iba marcado de muchos rasgos, una mezcla de satisfacción y preocupación. Por el contrario, Andrea no paraba de dar saltitos, brincando por encima de cada piedrecita y de cada desnivel que se intuía por el sendero que les llevaba a su granja. En el ambiente aún se podía percibir el aroma plomizo a madera quemada. Una esencia que llegaba a ráfagas, envuelta en una brisa que venía empujada por uno de los costados de la montaña. Esa mole de piedra y árboles los escoltaba como si les ofreciese su agradecimiento.

     ¿Te acuerdas, abuelo? Durante un ratito no veíamos nada de nada, todo se ha quedado oscuro. No sé cómo lo has hecho. ¿Tú puedes ver entre el humo? —Dijo, entre risotadas nerviosas, la pequeñaja.

     ¡Calla, no me lo recuerdes! Si lo pienso me tiemblan las canillas. No sé cómo estamos vivos.

     Claro que sí lo sabes, eres el mejor piloto del universo.

Tomás iba arrastrando los pies, levantaba a su paso todo un reguero de polvo. Se notaba que las fuerzas no le sobraban. Por ese motivo no alcanzaba a elevar más las botas y producía esa cortina de arena que les hacía de séquito. Entre ese baturrillo de sentimientos afloraban las bromas y travesuras de Andrea.

     Menos mal que me hiciste caso, si no, no podríamos haber salvado a todas esas personas y animales. Nunca hubiesen imaginado que un señor mayor y una niña como yo, llegados del cielo, aterrizasen en mitad del bosque para rescatarlos. ¿Te acuerdas de su cara de sorpresa?

     Sí, me acuerdo. Lo que no recuerdo bien es cómo pudimos adentrarnos entre el fuego y salir ilesos. Te he puesto en verdadero peligro y se me eriza el vello del cuerpo al recordarlo.

     Abuelo, tú eres el mejor de los mejores. Siempre cuentas historias sobre tus vuelos y en ellas siempre sales victorioso. —Le respondió Andrea, con una enorme mueca de complicidad en la cara—.

     Cariño, pero ya sabes que los cuentos y aventuras siempre están llenas de pequeñas fantasías para darles un poco de chispa. Y, además, de esas fanfarronadas hace más de cuarenta años.

Ese potrillo desbocado no paraba de azuzarle en el corazón. Así no tuvo opción de detenerse a pensar demasiado en los riesgos de surcar el aire a ciegas. Enfrentado a un insistente viento de cola y a una columna de ascuas que se pegaban contra el fuselaje como los mosquitos. Un monumental incendio de proporciones majestuosas. De tal proporciones que ningún otro chiflado se atrevió a batirse en duelo aéreo con él. Solo Tomás, en su pequeña golondrina Compostelana, una Jodel D 119-s. Y por supuesto, acompañado de su improvisado copiloto, Andrea.

     ¡Abuelo, abuelo,…!, ¿te acuerdas de cuando hemos caído en picado y han rozado las copas de los pinos las alas? Ha sido fabuloso, era como una montaña rusa.

     Niña, me estás poniendo nervioso. Intento olvidar todo eso. ¿Es qué no has tenido miedo?

     Claro que no, sabía que tú manejabas los mandos. Ni siquiera lo he sentido cuando hemos dejado de oír al señor que hablaba por la radio.

     ¡Por Dios!, no le cuentes todo eso a mi hija, a tu madre, o me voy a llevar un rapapolvo de esos que hacen época. —Refunfuñaba entre dientes, Tomás.

A lo lejos ya se podían intuir los primeros edificios que formaban la granja. Aún no eran figuras nítidas, lo que le daba un pequeño margen al avispado piloto de dibujar una coartada. Un plan para justificar cada una de las imprudencias cometidas.  La misión no le iba a resultar fácil con un papagayo como el que llevaba canturreando sin parar a su lado. Esa nieta, de cabellos alborotados, estaba adornada de muchas virtudes, pero nada que tuviese por bandera a la discreción. Disponía de un motor en la lengua, tan veloz que era capaz de superar los cincuentas nudos. Todo bien hilvanado. Con frases más propias de un erudito que de una mocosa de once años recién cumplidos.

     ¿A cuántos animales hemos liberado de la cerca?, abuelo. Yo he contado al menos a cuarenta. ¿Seguro que se salvarán, no? Yo creo que han huido hacia el noroeste. Seguro que buscaban el cortafuego.

     No lo sé, cariño. Todo ha sido muy rápido. Pero habrán sido más. De eso estoy casi seguro. –Respondió, pero como a cámara lenta el valeroso Tomás.

     Mira, abuelo. Ya no se ven las llamas en el bosque. Seguro que ya han apagado el incendio. No hay reflejos del fuego en las nubes. Eso es buena señal, ¿no? Seguro que cuando les has dicho la posición exacta han enviado hidroaviones para sofocarlo.

     Llevas toda la razón, no hay luz que provenga de esa zona tan boscosa. Y si siguiese activo se podría ver con la oscuridad del anochecer. Anda, enana, toma un pañuelo. Límpiate esos churretones de hollín que llevas pegados en las mejillas. Pareces un minero que acabase de salir de la cueva.

     Abu, abu,… Me puedes volver a contar cómo conseguiste el permiso de vuelo. Quiero recordarlo todo muy bien, para que cuando mañana vaya al cole se lo pueda repetir a todos mis amigos. No quiero que se me olvide nada. Sabes, abuelo. Mañana voy a ser la niña más importante de todas las clases. Todo el mundo querrá que le cuente nuestra hazaña.

     Hija, ¡a ver que chismes vas contando!, tienes una imaginación desbordante y me da pánico lo que pueda salir de esas neuronitas.

     Pues, qué va a ser, toda la verdad y nada más que la verdad. Que tú has salvado a un motón de personas. Nadie se ha atrevido a sobrevolar ese espeso humo y guiar a esas familias por el sendero que los alejaba del peligro.

 

 

En ese debate andaban los dos, nieta y abuelo, cuando desde el camino de entrada al establo los divisó Arancha, la madre e hija de esas dos sombras que charloteaban a lo lejos. No tardó mucho en llegar hasta la altura de ambos. Les abrazó con tal fuerza que no fueron capaces ni de pestañear, abrumados por tal arrebato de cariño desmedido. Entre apretón y apretón no paraba de enviarles señales de desagrado, como si fuese sabedora de todo lo sucedido y de la insensatez que les había hecho de consejera.

     ¿Cómo se le ocurre, padre? ¡Es qué has perdido la cabeza! —Preguntaba una y otra vez Arancha a la vez que toqueteaba por todas partes a Andrea, revisando si estaba herida o magullada—. ¡Vaya locura que has hecho!

     Buenas tardes, hija. Sí, estamos bien, gracias por preguntar. Siempre tan alarmista. — Balbuceo muy flojito el abuelo. Tan silencioso como fue capaz, para intentar no despertar más las críticas merecidas, pero intentando justificar lo ocurrido—.

     ¡Mamá!, no seas así. El abuelo es un héroe. Gracias a él hemos salvado a mucha gente y a un montón de animales que estaban atrapados por el incendio de la montaña. — De esa manera tan efusiva recriminaba a su madre Andrea, mientras que rodeaba el cuello de Tomás en gesto de admiración—. Ya, déjalo tranquilo. No ves que está muy cansado.

     Vaya par de dos. ¡Me tenéis harta! Siempre uno en defensa del otro. Pero los dos metidos en líos, a cual más grande. ¡Me tenéis harta!

 

Tomás, durante el pequeño paseo que les quedaba hasta la casa principal, intentó bajar el ritmo de las palabras que salían de la garganta Arancha. Con el único fin de que escuchase de primera mano lo sucedido. Una vez que los labios de su hija se quedaron unidos en la comisura y se hizo el silencio comenzó a relatar. No llevaba ni dos frases, cuando, desde medio metro más abajo de su cabeza, surgió una señal que le paró en seco.

     ¡Así no ha sido!, no sabes contar las aventuras. No vales para esto. Déjame que yo se lo cuente  a mamá. Tú siéntate en el sillón y yo explicaré todo como se debe. — De esa manera tomó las riendas de la locución Andrea, decidida a darle un toque épico a lo que el abuelo quería contar como una simple anécdota—. Tienes que darle más énfasis, para que suene a maravilloso e irrepetible.

Arancha se quedó con la boca abierta durante la exposición de acontecimientos. Se iban acumulando detalles y más detalles que convertían el chisme del abuelo en una simple nota de prensa, cuando, en realidad, se trataba de un titular y en los más importantes rotativos del mundo. —Lo que acababan de hacer era impresionante, tanto por la acción como por las consecuencias de sus actos—.

Arancha, una vez que Andrea había acabado de desmenuzar las correrías de su abuelo y ella, se fundió en un reproche adornado de besos y arrumacos. Con una amalgama de sentimientos sin definir. Todo aquello quedó perfectamente plasmado en la portada del periódico del cole el día siguiente., Andrea era la directora general, la reportera, la redactora,… Una multitarea a la altura de su potencial.

Aquella nota de prensa surco los siete continentes y fue difundida del uno al otro confín. En donde nuestra dicharachera, de metro y poco, se gustó en la redacción.

 

Titular: Tomás y su nieta, héroes desde el cielo. Te lo cuentan desde el aire.

En la tarde de ayer, diez de mayo de mil novecientos noventa y cinco, Tomás y Andrea, su nieta, han protagonizado una de las hazañas más arriesgadas de la historia de este pueblo y seguramente de la comarca.

Tomás, un piloto de aerolíneas internacionales jubilado, se encontraba en el hangar de su propiedad, realizando pequeños ajustes a su avioneta (una Compostelana de los años cincuenta) en compañía de su preciosa nieta. Cuando de pronto, por la radio se alertó de un conato de incendio en la ladera de La Braña de los Tejos (Cantabria, España). Los dos dirigieron sus miradas hacía la montaña, para percatarse de primera mano de la magnitud de lo que estaba sucediendo. Ellos, en ese instante, se dieron cuenta de que el humo crecía a un ritmo desorbitado, avivado por el viento, que en esos momentos merodeaba por la zona.

El abuelo de Andrea, Tomás, observó que las llamaradas estaban concentradas en una zona de senderismo muy transitada, en la que por la fecha que estaban, en pleno abril, tendría una gran afluencia. Con mucha premura se dirigió a poner combustible y en compañía de su nieta se pusieron en vuelo hacía el lugar que marcaba el humo. Cuando sobrevolaban la zona, se toparon de bruces con un incendio descontrolado. Una pequeña fogata había sido la causante de tal desaguisado. Lo que había empezado con una pequeña imprudencia en pleno bosque había tornado en un catástrofe.

Desde el aire, pudieron observar que varios grupos de turistas iban sin rumbo y asustados hacía un callejón sin salida. Abocados a quedar presos entre una pared de piedra y el fuego, que les comía terreno sin parar. Ni cortos ni perezosos, se lanzaron entre las humareda para advertirles del peligro que corrían, pasando sobres sus cabezas a riesgo de chocar contra las copas de los Tejos. Hacían gestos para dirigirles. Pero, al ver que aquello no obtenía el resultado deseado, se lanzaron a tomar tierra en una zona despejada y libre de matorrales.

Con la gran pericia del conductor amenizaron y pudieron mostrar la ruta ideal para alejarse del calor y humo sofocante que se acercaba. Tranquilizaron con su presencia a los excursionistas, y por lo que se ha sabido todos llegaron bien, ilesos. Una vez que estaban allí, aprovecharon para liberar a varias cientos de cabezas de ganado que pastaban en zonas acotadas para ese fin. Los animales, con ese instinto que poseen, se alejaron por sus propios medios de la zona.

Cuando nuestros dos valientes regresaron a la avioneta, las condiciones eran mucho más adversas que cuando había llegado. Tomás, tuvo que despegar entre una tela enmarañada de color negruzco y con tonos rojizos que provenían del abrasador torrente de fuego que les estaba rodeando. Tuvieron que levantar el morro de su aeronave jugándose la vida en cada una de las cabriolas que realizaron. Rozando en varias ocasiones los largos dedos del desastre.

Hoy, dos días después de tales circunstancias, ambos están sanos y salvos, al igual que las personas a las que rescataron. Toda una proeza generacional.

Firmado: Andrea

 

Una semana después…

Desde su cómodo sofá se les podía ver disfrutar de la lectura de uno de los noticiaros más reconocidos del mundo aeronáutico. En donde contaban con total detalle las desventuras de esos dos intrépidos viajeros.

     ¡Has visto, abuelo!, somos famosos.

     Sí, ya lo he leído. Pero sigo con las pantorrillas que no cesan de temblar.

     Vamos, abuelo. Arrópate, tú lo que tienes es frío.

 

 

JYDC (Sin palabras mudas)










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