Despertó en la cabina de su
avioneta, acompañado de un dolor de cabeza morrocotudo. Le costó abrir los
parpados por completo, pues la sensación de mareo era más intensa cuando las
partículas de luz se aglutinaban sobre su retina. Se incorporó muy poco a poco.
—Los años no eran unos grandes aliados para esos menesteres, bastante era con
mantenerse erguido—. A duras penas se dejó caer hasta tierra firme. Echó de
reojo un vistazo al estado de su compañera de vuelo, que no parecía muy
maltrecha para el reto al que se había enfrentado. Se inclinó hacia adelante y
rozó con sus labios el suelo, que aún olía a combustible y goma quemada.
Suspiró, exhalando un buen puñado de aire y profirió un amasijo de palabras
malsonantes, que fueron un alivio.
—
¡Maldita sea!, ¡¿en qué lío me he metido?! — dijo
nuestro protagonista, entre refunfuños y gruñidos—. No tengo edad para esto.
—
¡Venga, abuelo!, si lo has hecho genial. Nadie
es tan valiente como nosotros. —dijo una vocecita desde el interior—. Tú lo has
logrado.
—
Sí, ¿estás segura de eso? Me voy a llevar una
regañina de tres pares de narices. En cuanto tu madre sepa en el lío que te he
metido, tengo las horas contadas.
—
¡Pues claro, abuelo!, eres un héroe — repitió
la niña, con los ojos adornados con lágrimas y el rostro lleno de emoción,
orgullosa de él—.
—
Bueno, cariño. Vamos tirando para casa, que ya
va siendo hora.
La pequeña cogió de la mano a
Tomás, apretándola con dulzura, y comenzaron a caminar. A sus espaldas se podía
observar cómo se precipitaba la noche, oscureciendo y bajando la intensidad de
luz que llegaba hasta ellos. Era la luz perfecta para remarcar ambas siluetas,
como si de una postal de recuerdo inmortalizase el momento.
El semblante del abuelo iba
marcado de muchos rasgos, una mezcla de satisfacción y preocupación. Por el
contrario, Andrea no paraba de dar saltitos, brincando por encima de cada
piedrecita y de cada desnivel que se intuía por el sendero que les llevaba a su
granja. En el ambiente aún se podía percibir el aroma plomizo a madera quemada.
Una esencia que llegaba a ráfagas, envuelta en una brisa que venía empujada por
uno de los costados de la montaña. Esa mole de piedra y árboles los escoltaba
como si les ofreciese su agradecimiento.
—
¿Te acuerdas, abuelo? Durante un ratito no
veíamos nada de nada, todo se ha quedado oscuro. No sé cómo lo has hecho. ¿Tú
puedes ver entre el humo? —Dijo, entre risotadas nerviosas, la pequeñaja.
—
¡Calla, no me lo recuerdes! Si lo pienso me
tiemblan las canillas. No sé cómo estamos vivos.
—
Claro que sí lo sabes, eres el mejor piloto del
universo.
Tomás iba arrastrando los
pies, levantaba a su paso todo un reguero de polvo. Se notaba que las fuerzas
no le sobraban. Por ese motivo no alcanzaba a elevar más las botas y producía
esa cortina de arena que les hacía de séquito. Entre ese baturrillo de
sentimientos afloraban las bromas y travesuras de Andrea.
—
Menos mal que me hiciste caso, si no, no
podríamos haber salvado a todas esas personas y animales. Nunca hubiesen
imaginado que un señor mayor y una niña como yo, llegados del cielo, aterrizasen
en mitad del bosque para rescatarlos. ¿Te acuerdas de su cara de sorpresa?
—
Sí, me acuerdo. Lo que no recuerdo bien es cómo
pudimos adentrarnos entre el fuego y salir ilesos. Te he puesto en verdadero
peligro y se me eriza el vello del cuerpo al recordarlo.
—
Abuelo, tú eres el mejor de los mejores.
Siempre cuentas historias sobre tus vuelos y en ellas siempre sales victorioso.
—Le respondió Andrea, con una enorme mueca de complicidad en la cara—.
—
Cariño, pero ya sabes que los cuentos y
aventuras siempre están llenas de pequeñas fantasías para darles un poco de
chispa. Y, además, de esas fanfarronadas hace más de cuarenta años.
Ese potrillo desbocado no
paraba de azuzarle en el corazón. Así no tuvo opción de detenerse a pensar
demasiado en los riesgos de surcar el aire a ciegas. Enfrentado a un insistente
viento de cola y a una columna de ascuas que se pegaban contra el fuselaje como
los mosquitos. Un monumental incendio de proporciones majestuosas. De tal
proporciones que ningún otro chiflado se atrevió a batirse en duelo aéreo con
él. Solo Tomás, en su pequeña golondrina Compostelana, una Jodel D 119-s. Y por
supuesto, acompañado de su improvisado copiloto, Andrea.
— ¡Abuelo,
abuelo,…!, ¿te acuerdas de cuando hemos caído en picado y han rozado las copas
de los pinos las alas? Ha sido fabuloso, era como una montaña rusa.
— Niña, me
estás poniendo nervioso. Intento olvidar todo eso. ¿Es qué no has tenido miedo?
— Claro que
no, sabía que tú manejabas los mandos. Ni siquiera lo he sentido cuando hemos
dejado de oír al señor que hablaba por la radio.
— ¡Por Dios!,
no le cuentes todo eso a mi hija, a tu madre, o me voy a llevar un rapapolvo de
esos que hacen época. —Refunfuñaba entre dientes, Tomás.
A lo lejos ya se podían intuir los primeros edificios
que formaban la granja. Aún no eran figuras nítidas, lo que le daba un pequeño
margen al avispado piloto de dibujar una coartada. Un plan para justificar cada
una de las imprudencias cometidas. La
misión no le iba a resultar fácil con un papagayo como el que llevaba
canturreando sin parar a su lado. Esa nieta, de cabellos alborotados, estaba
adornada de muchas virtudes, pero nada que tuviese por bandera a la discreción.
Disponía de un motor en la lengua, tan veloz que era capaz de superar los
cincuentas nudos. Todo bien hilvanado. Con frases más propias de un erudito que
de una mocosa de once años recién cumplidos.
— ¿A cuántos
animales hemos liberado de la cerca?, abuelo. Yo he contado al menos a cuarenta.
¿Seguro que se salvarán, no? Yo creo que han huido hacia el noroeste. Seguro
que buscaban el cortafuego.
— No lo sé,
cariño. Todo ha sido muy rápido. Pero habrán sido más. De eso estoy casi
seguro. –Respondió, pero como a cámara lenta el valeroso Tomás.
— Mira,
abuelo. Ya no se ven las llamas en el bosque. Seguro que ya han apagado el
incendio. No hay reflejos del fuego en las nubes. Eso es buena señal, ¿no?
Seguro que cuando les has dicho la posición exacta han enviado hidroaviones
para sofocarlo.
— Llevas toda
la razón, no hay luz que provenga de esa zona tan boscosa. Y si siguiese activo
se podría ver con la oscuridad del anochecer. Anda, enana, toma un pañuelo.
Límpiate esos churretones de hollín que llevas pegados en las mejillas. Pareces
un minero que acabase de salir de la cueva.
—
Abu, abu,… Me puedes volver a contar cómo
conseguiste el permiso de vuelo. Quiero recordarlo todo muy bien, para que
cuando mañana vaya al cole se lo pueda repetir a todos mis amigos. No quiero
que se me olvide nada. Sabes, abuelo. Mañana voy a ser la niña más importante
de todas las clases. Todo el mundo querrá que le cuente nuestra hazaña.
—
Hija, ¡a ver que chismes vas contando!, tienes
una imaginación desbordante y me da pánico lo que pueda salir de esas neuronitas.
—
Pues, qué va a ser, toda la verdad y nada más
que la verdad. Que tú has salvado a un motón de personas. Nadie se ha atrevido
a sobrevolar ese espeso humo y guiar a esas familias por el sendero que los
alejaba del peligro.
En ese debate andaban los dos,
nieta y abuelo, cuando desde el camino de entrada al establo los divisó
Arancha, la madre e hija de esas dos sombras que charloteaban a lo lejos. No
tardó mucho en llegar hasta la altura de ambos. Les abrazó con tal fuerza que no
fueron capaces ni de pestañear, abrumados por tal arrebato de cariño desmedido.
Entre apretón y apretón no paraba de enviarles señales de desagrado, como si
fuese sabedora de todo lo sucedido y de la insensatez que les había hecho de
consejera.
—
¿Cómo se le ocurre, padre? ¡Es qué has perdido
la cabeza! —Preguntaba una y otra vez Arancha a la vez que toqueteaba por todas
partes a Andrea, revisando si estaba herida o magullada—. ¡Vaya locura que has
hecho!
—
Buenas tardes, hija. Sí, estamos bien, gracias
por preguntar. Siempre tan alarmista. — Balbuceo muy flojito el abuelo. Tan
silencioso como fue capaz, para intentar no despertar más las críticas merecidas,
pero intentando justificar lo ocurrido—.
—
¡Mamá!, no seas así. El abuelo es un héroe.
Gracias a él hemos salvado a mucha gente y a un montón de animales que estaban
atrapados por el incendio de la montaña. — De esa manera tan efusiva
recriminaba a su madre Andrea, mientras que rodeaba el cuello de Tomás en gesto
de admiración—. Ya, déjalo tranquilo. No ves que está muy cansado.
—
Vaya par de dos. ¡Me tenéis harta! Siempre uno
en defensa del otro. Pero los dos metidos en líos, a cual más grande. ¡Me
tenéis harta!
Tomás, durante el pequeño
paseo que les quedaba hasta la casa principal, intentó bajar el ritmo de las palabras
que salían de la garganta Arancha. Con el único fin de que escuchase de primera
mano lo sucedido. Una vez que los labios de su hija se quedaron unidos en la
comisura y se hizo el silencio comenzó a relatar. No llevaba ni dos frases,
cuando, desde medio metro más abajo de su cabeza, surgió una señal que le paró
en seco.
—
¡Así no ha sido!, no sabes contar las
aventuras. No vales para esto. Déjame que yo se lo cuente a mamá. Tú siéntate en el sillón y yo
explicaré todo como se debe. — De esa manera tomó las riendas de la locución
Andrea, decidida a darle un toque épico a lo que el abuelo quería contar como
una simple anécdota—. Tienes que darle más énfasis, para que suene a
maravilloso e irrepetible.
Arancha se quedó con la boca
abierta durante la exposición de acontecimientos. Se iban acumulando detalles y
más detalles que convertían el chisme del abuelo en una simple nota de prensa,
cuando, en realidad, se trataba de un titular y en los más importantes
rotativos del mundo. —Lo que acababan de hacer era impresionante, tanto por la
acción como por las consecuencias de sus actos—.
Arancha, una vez que Andrea
había acabado de desmenuzar las correrías de su abuelo y ella, se fundió en un
reproche adornado de besos y arrumacos. Con una amalgama de sentimientos sin
definir. Todo aquello quedó perfectamente plasmado en la portada del periódico
del cole el día siguiente., Andrea era la directora general, la reportera, la redactora,…
Una multitarea a la altura de su potencial.
Aquella nota de prensa surco
los siete continentes y fue difundida del uno al otro confín. En donde nuestra
dicharachera, de metro y poco, se gustó en la redacción.
Titular: Tomás y su nieta,
héroes desde el cielo. Te lo cuentan desde el aire.
En la tarde de ayer, diez de
mayo de mil novecientos noventa y cinco, Tomás y Andrea, su nieta, han
protagonizado una de las hazañas más arriesgadas de la historia de este pueblo
y seguramente de la comarca.
Tomás, un piloto de aerolíneas
internacionales jubilado, se encontraba en el hangar de su propiedad,
realizando pequeños ajustes a su avioneta (una Compostelana de los años
cincuenta) en compañía de su preciosa nieta. Cuando de pronto, por la radio se
alertó de un conato de incendio en la ladera de La Braña de los Tejos
(Cantabria, España). Los dos dirigieron sus miradas hacía la montaña, para
percatarse de primera mano de la magnitud de lo que estaba sucediendo. Ellos,
en ese instante, se dieron cuenta de que el humo crecía a un ritmo desorbitado,
avivado por el viento, que en esos momentos merodeaba por la zona.
El abuelo de Andrea, Tomás,
observó que las llamaradas estaban concentradas en una zona de senderismo muy
transitada, en la que por la fecha que estaban, en pleno abril, tendría una
gran afluencia. Con mucha premura se dirigió a poner combustible y en compañía
de su nieta se pusieron en vuelo hacía el lugar que marcaba el humo. Cuando
sobrevolaban la zona, se toparon de bruces con un incendio descontrolado. Una
pequeña fogata había sido la causante de tal desaguisado. Lo que había empezado
con una pequeña imprudencia en pleno bosque había tornado en un catástrofe.
Desde el aire, pudieron
observar que varios grupos de turistas iban sin rumbo y asustados hacía un callejón
sin salida. Abocados a quedar presos entre una pared de piedra y el fuego, que
les comía terreno sin parar. Ni cortos ni perezosos, se lanzaron entre las
humareda para advertirles del peligro que corrían, pasando sobres sus cabezas a
riesgo de chocar contra las copas de los Tejos. Hacían gestos para dirigirles.
Pero, al ver que aquello no obtenía el resultado deseado, se lanzaron a tomar
tierra en una zona despejada y libre de matorrales.
Con la gran pericia del
conductor amenizaron y pudieron mostrar la ruta ideal para alejarse del calor y
humo sofocante que se acercaba. Tranquilizaron con su presencia a los excursionistas,
y por lo que se ha sabido todos llegaron bien, ilesos. Una vez que estaban
allí, aprovecharon para liberar a varias cientos de cabezas de ganado que
pastaban en zonas acotadas para ese fin. Los animales, con ese instinto que
poseen, se alejaron por sus propios medios de la zona.
Cuando nuestros dos valientes
regresaron a la avioneta, las condiciones eran mucho más adversas que cuando
había llegado. Tomás, tuvo que despegar entre una tela enmarañada de color
negruzco y con tonos rojizos que provenían del abrasador torrente de fuego que
les estaba rodeando. Tuvieron que levantar el morro de su aeronave jugándose la
vida en cada una de las cabriolas que realizaron. Rozando en varias ocasiones
los largos dedos del desastre.
Hoy, dos días después de tales
circunstancias, ambos están sanos y salvos, al igual que las personas a las que
rescataron. Toda una proeza generacional.
Firmado: Andrea
Una semana después…
Desde su cómodo sofá se les
podía ver disfrutar de la lectura de uno de los noticiaros más reconocidos del
mundo aeronáutico. En donde contaban con total detalle las desventuras de esos
dos intrépidos viajeros.
—
¡Has visto, abuelo!, somos famosos.
—
Sí, ya lo he leído. Pero sigo con las
pantorrillas que no cesan de temblar.
—
Vamos, abuelo. Arrópate, tú lo que tienes es
frío.
JYDC (Sin palabras mudas)
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